Bolsonaro se ha posicionado en contra del activismo ambiental y siembra el miedo entre los habitantes indígenas de las reservas protegidas. Los asesinatos de defensores del medio ambiente se han multiplicado en Brasil.
Son tiempos especialmente convulsos en estas tierras de la selva amazónica que atraviesa en una camioneta Almir Narayamoga Suruí, rumbo a Siete de Septiembre, una reserva indígena protegida. Es allí donde vive su pueblo, los Suruí Paiter. “Tenemos miedo”, dice Suruí, de 44 años, cuando se le menciona al candidato Jair Bolsonaro, favorito a la presidencia de Brasil.
Durante la campaña, el ultraderechista ha proclamado reiteradamente que acabará con “el activismo ambiental” y con la “industria de demarcación de tierras indígenas”. Las declaraciones resultan desoladoras en un país que dejó de registrar oficialmente las tierras de los pueblos originarios hace unos pocos años, y donde los asesinatos de activistas se han multiplicado. “Sus palabras de odio pueden representar un retroceso para nosotros”, sentencia.
Las aldeas de Siete de Septiembre —en tierras entre los Estados de Rondônia, en el noroeste, y Mato Grosso, centro-oeste— son un campo de batalla del pulso formidable entre los intereses indígenas y medioambientales y los del sector agrario-ganadero. Aquí los habitantes originarios ya perciben señales de retrocesos en la disputa para preservar su territorio, que está cada vez más rodeado por invasores. Hace un mes, el área fue objeto de una operación de la Policía Federal con el Instituto Brasileño de Medio Ambiente (Ibama) contra la explotación ilegal de madera. Según la policía, troncos de madera noble, como caoba y lapacho, eran talados y cortados en aserraderos próximos a las reservas indígenas de los Suruí Patier, y también en una reserva vecina. Un equipo de EL PAÍS visitó la región esta semana y vio varios aserraderos en la zona funcionando a todo gas.
La madera robada de allí era transportada a un depósito donde los troncos son regularizados con documentación falsa. La operación policial había alejado a los madereros temporalmente. Pero regresaron; siempre vuelven. “Yo no pensé que sería tan rápido”, lamenta Almir Suruí, en medio de una pila inmensa de troncos talados. Muchos campamentos de ladrones de madera ni siquiera fueron desmantelados, y el rastro de basura y ropa en medio del bosque evidencia la presencia reciente de quienes explotan la selva.
La zona de Siete de Septiembre es el punto del territorio que suman Rondônia y Mato Grosso donde más ha crecido recientemente la deforestación ilegal. En los últimos tres años, la devastación aumentó un 77% en la reserva, según el Instituto de Conservación y Desarrollo Sostenible de la Amazonia. Además de la explotación maderera, hay registros de invasiones y actividades ligadas a la búsqueda de oro y diamantes.
La actividad [de explotación] es intensa, compensa financieramente. El beneficio es muy alto y el riesgo es bajo, porque los organismos ambientales están faltos de recursos”, afirma una fuente vinculada a las tareas gubernamentales de fiscalización del medio ambiente. En los últimos cinco años, el presupuesto del Ministerio de Medio Ambiente, el Instituto Chico Mendes para la Biodiversidad y otros organismos fiscalizadores cayó 1.300 millones de reales (300 millones de euros), según un estudio de la ONG Cuentas Abiertas WWF-Brasil.
Sin dinero para fiscalizar y castigar, el futuro para la Amazonia se antoja muy preocupante. No se aplican las leyes que consideran delito la tala en tierras protegidas. “La extracción de madera va a aumentar drásticamente porque quien es atrapado es tratado como un trabajador y no como un traficante de madera. Pero tiene un beneficio tan alto como el tráfico, y recibe apoyo político”, afirma la misma fuente. Al ganar en la primera vuelta, Bolsonaro ya dejó claras sus intenciones: “Vamos a acabar con la industria de multas del Ibama”. Y prometió fusionar los ministerios de Medio Ambiente y Agricultura. Ahora dice que está abierto a negociar.
Acuerdo del clima
Aunque cambie de postura si gana, sus palabras golpean de lleno el ya incierto derecho de los indígenas. Arildo Gapane Suruí, de 29 años y uno de los líderes, teme las amenazas: “Con esas palabras, respalda las acciones de quienes tienen intereses sobre la Amazonia”. “Los intereses van a aumentar y las amenazas también, y ¿ante qué órgano vamos a denunciar esas acciones, si quiere cerrarlos?”, se pregunta.
Las tierras de los Suruí Patier estás rodeadas por pastos de ganado punteados por muchas iglesias, la inmensa mayoría evangélicas. Reproducen sobre el terreno la alianza en el Congreso entre los grupos conocidos como de la biblia y del buey, los diputados que defienden intereses religiosos y de los ruralistas. La liberalización de las armas que defiende el grupo de la bala —con el que forman la triple B, el ala más conservadora de la Cámara— podría elevar aún más la tensión. Con poca representatividad en el Congreso de Brasilia, los intereses de quienes defienden la selva son dejados de lado.
En los últimos 30 años, la deforestación en la Amazonia sumó un área equivalente a la de Suecia. Solo entre agosto de 2017 y el mismo mes de este año, la tala aumentó en un 40%, impulsada por invasiones, caza, pesca y la toma de tierras públicas. El estrago no fue mayor porque raramente el derribo masivo de árboles ocurre en territorios indígenas, que pertenecen por ley al Gobierno Federal. Esas áreas suelen ser vigiladas también por órganos de protección al medio ambiente y encuentran en la cultura nativa, basada en plantío y caza de subsistencia, una agresión ambiental menor. Más vírgenes y ricos en minerales, esos territorios están fuertemente codiciados.
Datos del Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales sugieren que la deforestación se ha acelerado en la precampaña: en julio, agosto y septiembre creció un 61% en la región frente al mismo trimestre del año pasado. Thiago Mendes, secretario de Cambio del Clima y Bosques del Ministerio de Medio Ambiente, lo confirma: “Hay una percepción de que la imposición de multas puede poner en riesgo votos o financiación de campaña o dificultar alianzas políticas futuras”, dice. “Por eso, a veces el poder público local disminuye un poco la fiscalización en esos períodos, y la deforestación acaba aumentando”.
El nuevo presidente no puede cerrar los ojos. Brasil, como signatario del Acuerdo de París, firmó el compromiso de reducir la emisión de gases de efecto invernadero en un 37% para 2025. El país es el séptimo mayor emisor. “Lo que los árboles que están dentro de las áreas indígenas quitan de CO2 contribuye con un volumen de reducción de emisión muy significativo”, apunta Mendes.
Fuente:https://elpais.com/internacional/2018/10/27/america/1540599231_198043.html?id_externo_rsoc=FB_CC&fbclid=IwAR1IK9ZMNANhsEzN3o6sSrueCilf71MaWskTGD8dL3C5sqC0_cxX2f1jW54