El extractivismo que sustenta el neodesarrollismo de los países dependientes marca por igual tanto las políticas de los gobiernos denominados «progresistas» (no se sabe muy bien por qué) como las de los llamados conservadores (si por conservadurismo se entiende la defensa por todos los medios del servilismo ante los intereses de la oligarquía local y de las empresas trasnacionales, así como a la política social e internacional que les dicta Washington).
La tierra arable uruguaya se llena así de plantaciones de eucaliptos, que alimentan las cada vez más numerosas fábricas productoras de pasta de papel a costa de la producción de alimentos, de los recursos hídricos, del ambiente y del propio turismo, fomentando la despoblación de las zonas rurales y del país mismo. Las estadísticas marcan un aumento grande del PIB pero, en realidad, lo que ganan menos de cinco grandes papeleras y apenas un puñado de terratenientes causa enormes daños a mediano y largo plazo al ambiente y a la economía y, en lo inmediato, condena a la sociedad a la falta de empleo.
La extensión de los cultivos soyeros transgénicos –en Argentina y Brasil, al igual que en el oriente de Bolivia y Paraguay– devora por su parte bosques, tierras cultivables, pueblos, campesinos y mediante la contaminación acaba con los recursos pesqueros, de los bosques, con los provenientes de la cría del ganado o de la siembra de cereales y con los productos agrícolas de uso industrial, como el lino o el algodón. La deforestación, el despoblamiento de enormes zonas del interior, con el consiguiente hacinamiento de sus habitantes en los suburbios de las ciudades, el deterioro de los suelos, de los cursos de agua y las capas freáticas, el encarecimiento de los alimentos básicos cada vez menos abundantes –trigo, maíz, carne, leche, huevos– y su consiguiente impacto sobre el nivel de vida de la población, tampoco son contabilizados por los gobiernos cuando registran el aumento de las exportaciones, de los ingresos en divisas y de lo recaudado en concepto de impuestos.
Pero donde la depredación del extractivismo es peor es en el sector minero, promovido con entusiasmo por todos los gobiernos sin excepción, y en el sector petrolero a éste ligado. Las minas de oro y plata, de tierras raras, de litio, de estaño y cobre u otros minerales son para los gobiernos el maná que viene a compensar los efectos de la crisis internacional. La extracción de shale oil y shale gas, cualquiera sea el costo ambiental, como en el caso de los yacimientos de Vaca Muerta que el gobierno argentino quiere explotar pulverizando las rocas que lo contienen y lavándolas con enormes cantidades de kerosén y de agua, tiene un efecto terrible sobre el ambiente, al extremo que en Francia está prohibida por ley (al igual que los cultivos transgénicos). Además, la gran minería, que requiere enormes inversiones, maquinarias y técnicas muy perfeccionadas, sólo la practican pocas transnacionales canadienses y estadunidenses conocidas por su carácter depredador y antiobrero y un par de empresas chinas del mismo tipo, de modo que la dependencia del país aumenta al mismo ritmo de ese tipo de inversiones que dejan detrás de sí el desierto cuando agotan los recursos y se van.
Aquí conviene recordar un poco nuestra historia. Potosí, a finales del siglo XVI, tenía 600 mil habitantes, o sea, más que París y que Londres, y era una ciudad riquísima. Con la mano de obra indígena local, obligada a trabajar 16 horas diarias en los socavones en condiciones inhumanas, los españoles vaciaron el Cerro Rico y llenaron de plata sus iglesias y sus mansiones en Europa, aparte de financiar sus guerras. Pero el cerro naturalmente se agotó, los explotadores de todo tipo se fueron, y a comienzos del siglo XIX, en 1810, cuando la Independencia, Potosí no tenía ya sino 8 mil habitantes y era un miserable pueblito de provincia. Ni los potosinos ni la sociedad del Alto Perú (hoy Bolivia) habían ganado nada destripando el cerro para exportar mineral. Lo mismo sucedió después con el estaño, que hizo ricos sólo a los Tres Barones de ese mineral –Patiño, Aramayo y Hochschild–, mientras Bolivia, hasta mediados del siglo XX, era uno de los países del mundo con mayor nivel de pobreza y menor expectativa de vida.
Los pobladores del departamento de Cajamarca, en Perú, al oponerse al proyecto Conga de explotación aurífera que acabaría con el agua de que disponen para la agricultura y derrotarlo con sus movilizaciones, plantearon la disyuntiva «agua u oro» y, lógicamente, optaron por la primera, que implica la preservación de la comunidad, de su modo de vida y del ambiente, apostando al futuro de ellos y de sus descendientes. Lo mismo hacen quienes en Argentina se oponen a los proyectos mineros en las provincias de Catamarca, San Juan o Neuquén, enfrentando la represión gubernamental.
No hay desarrollo si hay deterioro en la condición sanitaria y ambiental de los pobladores y en los bienes comunes. Un verdadero plan de desarrollo no puede ser pensado en función del lucro de una decena de trasnacionales mineras, soyeras o papeleras, sino sobre la base de la consulta a los habitantes del territorio, para preservar el ambiente y su modo de vida y repoblar las zonas rurales mediante una agricultura campesina productora de alimentos y conservadora de los recursos locales. La producción y elaboración locales de los alimentos y de los insumos para la vida cotidiana fijan la población en las zonas rurales, reducen enormemente el consumo de combustibles y de energía al achicar la importación de bienes y servicios desde largas distancias y los fletes, permite lograr la seguridad o la soberanía alimentarias, reduce la dependencia del capital extranjero y de las finanzas internacionales. Esa es la alternativa a la reproducción generalizada a todos los países latinoamericanos de la experiencia fatídica de Potosí.