Silvia Román
18/09/2021
En los últimos años no dejamos de ver noticias relacionadas con la descarbonización de la economía que omiten cualquier cuestionamiento del modelo de crecimiento constante que dirige actualmente el destino de nuestras sociedades. Algunos van aún más lejos y utilizan el dogma de la solución tecnológica como base para hablar de un desacoplamiento de la economía y los recursos naturales, postulando, de forma contraria a cualquier principio natural, que seremos capaces de crecer indefinidamente en el número de bienes y servicios que ofrecemos y consumimos sin que ello repercuta de manera relevante en los ecosistemas que habitamos.
Sin embargo, la realidad no deja de desmentir estas propuestas. No es ninguna novedad que la transición a las energías renovables y la paulatina electrificación de diversos sectores va a venir acompañada de un uso intensivo de materias primas, en concreto de ciertos metales indispensables para las nuevas tecnologías. Tampoco es ninguna novedad que en paralelo a este incremento de la demanda prevista de materias primas se está dando alas a nuevos proyectos mineros, entre ellos algunos que podrían traer consigo gravísimas consecuencias medioambientales, como la minería de los fondos oceánicos, otros que tras el oxímoron de minería sostenible esconden las mismas prácticas de siempre y, por último, algunos con tintes más extravagantes, como la minería de asteroides o la minería lunar.
Estudios recientes[1] muestran que las actividades mineras dirigidas específicamente a la producción de energía renovable exacerbarán las amenazas a la biodiversidad en todo el planeta. Se calcula que una extensión de hasta 50 millones de km2 de la superficie terrestre podría verse afectada por estas actividades extractivas, incluyendo áreas protegidas y algunas de las pocas zonas vírgenes que aún quedan en el globo. Las consecuencias inmediatas ya las conocemos: degradación del suelo debido al drenaje ácido de las minas, deforestación, estrés hídrico y contaminación. Parece así que el proyecto de la transición energética sigue obviando que el paradigma extractivista no es ya una estrategia viable para asegurar el bienestar de nuestras sociedades y la conservación del medioambiente.
Así, mientras las élites globales responsables de las grandes decisiones habitan en esta contradicción por una notable falta de audacia, la población asiste confusa a un goteo constante de catástrofes naturales y acontecimientos biológicos de alcance global que nos sume a todos en un inquietante dilema: ¿somos capaces de imaginar un futuro mejor o vivimos presos de visiones distópicas que atenazan nuestra capacidad para actuar? Pues bien, imaginar un futuro mejor es el ejercicio que nos proponen Joám Evans Pim y Ann Dom (Seas at Risk) en el informe recién publicado Breaking free from mining (disponible en castellano como Un mundo sin minería).
En este concienzudo trabajo, los autores nos hacen soltar amarras desde este presente atenazador hacia un 2050 en el que ya ha tenido lugar un cambio verdaderamente transformador. Nos hacen situarnos en este futuro propicio e investigar cómo hemos llegado hasta él, qué cambios fueron necesarios, qué decisiones clave hubo que tomar y cómo de cerca tuvimos que estar del abismo para retroceder.
Con una acertada combinación de rigor e imaginación, el informe hace un pormenorizado repaso a la bibliografía más reciente y los datos más reveladores publicados por organizaciones como el Banco Mundial, el Panel Internacional de los Recursos, la Agencia Internacional de la Energía o la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos para llegar a la conclusión de que los escenarios propuestos por estas instituciones se aferran a un tecno-optimismo que evita cuestionarse el modelo de crecimiento constante actual y fía nuestra suerte a las cartas de la eficiencia y la innovación.
Sin embargo, nos muestran los autores, la solución tecnológica no será suficiente. Es cortoplacista y superficial, y en muchos casos ha demostrado ser una propuesta que refuerza el paradigma extractivista con el fin de sostener un crecimiento verde que solo beneficia a los países y regiones hiperdesarrolladas. La demanda de sistemas de almacenamiento de energía para el aprovechamiento de las renovables, los vehículos eléctricos, la digitalización, la urbanización y un aumento general en el consumo de recursos entre una población siempre creciente evidencian la insostenibilidad de un sistema aferrado al crecimiento del PIB como parámetro de referencia de lo que es una sociedad próspera. La pregunta clave entonces es la siguiente: ¿somos capaces de imaginarnos un modelo más viable que el del extractivismo?
La respuesta puede estar más cerca de lo que imaginamos. Muchas de las semillas del cambio de las que habla el informe ya están arraigando. Tímidamente, quizás, pero también es cierto que la pandemia de COVID ha tenido un efecto sensibilizador que seguramente promueva cambios antes de lo pensado. Iniciativas en el ámbito de la economía circular, la tecnología, la eficiencia y la innovación son pasos importantes si se dan en la dirección correcta. Pero el verdadero cambio debe ser más profundo. Deberá desafiar las estructuras económicas vigentes y orientarse hacia una economía centrada en la suficiencia antes que en la eficiencia, en la desaceleración controlada, en el bienestar de todos los pueblos y en una distribución justa y equitativa de los recursos.
Desde este futuro posible del 2050, el informe repasa los que fueron cambios fundamentales para llegar allí. Cambios en la producción y el consumo de energía, en los sistemas de movilidad, en la obsolescencia programada y la percibida, la gestión de residuos, las nuevas formas de pensar las ciudades, el mundo rural, las viviendas y, en general, una nueva forma de vivir el espacio y el tiempo más humana, alejada de muchas de las concepciones patológicas del mundo actual.
En el ámbito particular de la minería, el informe incide en la importancia que tendrán en el futuro las materias primas secundarias, esto es, los materiales recuperados de los desechos electrónicos, residuos de la construcción, vertederos urbanos… Es la llamada minería urbana y de residuos, una vía que merece la pena explorar en un momento en que la cantidad de algunos materiales ya extraídos del subsuelo es equivalente o incluso mayor a la que permanece sin extraer (es el caso del cobre, del que un 50% de las reservas globales ya está sobre la superficie terrestre). En nuestros cajones y vertederos residen olvidados materiales que podrían aliviar la necesidad de minar la tierra.
Reciclaje de metal en Eugene, Oregón (EE. UU.). Fuente: Wikimedia Commons.
El informe abunda en referencias imprescindibles que por sí mismas dibujan un escenario de evidencias, propuestas y lecturas de una sociedad actual sin velos, sin cortinas de humo, sin descaradas estrategias de greenwashing. La minería sostenible, la compensación ecológica y otros términos de reciente cuño apenas esconden posturas instaladas en un modelo fracasado que solo ha servido para beneficio de una minoría global. Las actividades extractivas destruyen el entorno en el que trabajan. No hay compensación posible cuando se habla de trabajo infantil, de condiciones laborales mortales, de explotación de personas y violaciones de derechos humanos. Resulta obsceno ver cómo los lobbies y corporaciones de esta industria presionan a los políticos en busca de nuevas zonas de sacrificio con vanas promesas de creación de empleo, progreso y desarrollo que nunca llegan a materializarse.
Como aportación personal a este completo trabajo de Joám Evans Pim y Ann Dom, me gustaría incidir en dos realidades que creo habrá que tener muy en cuenta en los próximos años. La primera se refiere a las políticas de innovación de la Unión Europea y la financiación asociada a las mismas. Desde programas como Horizonte 2020 e instituciones como EIT RawMaterials se han venido financiando proyectos relacionados con las materias primas con escaso o ningún interés en promover soluciones medioambientalmente viables. Más bien parece que se estuvieran buscando nuevas periferias dentro de la Unión Europea de las que extraer la poca riqueza que aún queda. Sus actores, en la mayoría de los casos representantes de la industria minera acompañados de políticos regionales que hacen de embajadores para estas corporaciones, utilizan un desgastado discurso que culpabiliza al ciudadano haciéndole ver que es necesario seguir minando la tierra para satisfacer sus necesidades materiales. ¡Cuántas veces habré asistido al argumento falaz de que la minería en suelo europeo es necesaria porque todos queremos tener un teléfono móvil en nuestros bolsillos!
La segunda reflexión que me gustaría hacer está referida a algunas de las propuestas actuales dirigidas a un futuro con modos de vida más sencillos, con consumos suficientes y no exorbitados como los actuales. Algunas de las más habituales incluyen la reducción de las horas y días de trabajo, el cambio de la propiedad de coches o viviendas al uso compartido, la reducción de los viajes, la reparación antes que la compra de nuevos productos, etc. Me inquieta pensar que estas mismas propuestas que deberían funcionar en un futuro mejor para todos se conviertan en distopías para una parte de la población distorsionadas bajo el paradigma neoliberal. ¿Se convertirán estas ideas en una vida en precario para una parte de la sociedad (sin trabajos estables, sin posibilidad de acceder a vivienda o bienes básicos, sin acceso a actividades de ocio) no como fruto de una elección sino de una desigualdad creciente? ¿Cómo distinguir cuándo estamos defendiendo una idea que nos llevará a un futuro mejor de una que, con el mismo resultado, solo implique precariedad en una sociedad dual de clases medias acomodadas y consumistas por un lado y clases bajas en riesgo constante de pobreza por otro?
Lo que parece claro es que la suciedad debajo de la alfombra no es tecnológica, sino política y social, de convivencia y de valores. No hay solución tecnológica que enderece los resultados de un modelo político y económico regido por los principios del crecimiento constante y la competitividad. ¿Somos entonces capaces de imaginar un futuro mejor para todos? En mi humilde opinión creo que no debemos tener en mente una utopía a la que llegar, sino un mundo por el que trabajar con constancia y convicción. Como advierte el sociólogo Hartmut Rosa en su obra Alienación y aceleración, “la lógica de la competencia y la aceleración no tiene ningún freno o límite interno”. De esta ausencia de frenos o límites internos nos hablaba también Max Weber al afirmar que el capitalismo no llegaría a su final antes de que “la última tonelada de mineral se funda con la última tonelada de carbón”. No podemos sentarnos a esperar que llegue el fin de un orden económico que por sí mismo no será capaz de parar. Por eso es tan importante actuar, empezando por deshacernos mentalmente de distopías paralizantes y atrevernos a imaginar.
Casdeiro, after Tony Hisgett & ELG21
Notas
[1] Sonter, L.J., Dade, M.C., Watson, J.E.M. et al. Renewable energy production will exacerbate mining threats to biodiversity. Nat Commun 11, 4174 (2020). https://doi.org/10.1038/s41467-020-17928-5
Un mundo sin minería: un objetivo necesario que debemos atrevernos a imaginar