No sé que es más molesto cuando uno se propone, estando en Roma, contemplar la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, si las colas interminables para ingresar a San Pedro, o la apabullante cantidad de oro y plata que se tienen que tragar los ojos a lo largo de ese museo del horror sublimado que es el del Vaticano.
Tanto, tanto, tanto oro en coronas, tiaras, tronos, báculos, figuras, marcos, alhajeros y alhajas. Pura sublime belleza inútil. Prueba de que exagerar la belleza como alarde de poder llega a dar resultados bastante feos. Para obtener esa profusión de riquezas, los colonizadores panibéricos en América extrajeron toneladas del estúpido metal en Nueva España, Brasil y los Andes a costa del sufrimiento de millones de personas y la destrucción de pueblos y culturas para adornar las cortes, las iglesias y los bancos de Europa. El Vaticano en particular siempre fue ducho en captar la divisa áurea con el pretexto de la mayor gloria de Dios.
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