Las sequías intensas, las inundaciones, los desastres naturales en general nada conocen del machismo. Simplemente asolan regiones del planeta con la fuerza ciega de la naturaleza. Pero en los lugares donde ocurren las catástrofes las mujeres suelen sufrir las peores consecuencias, a causa de la misión que les ha asignado la mayoría de las sociedades.
Malos tiempos para mantener una familia
El impacto dista de ser una abstracción feminista o de grupos preocupados por el ambiente. Según ONU Mujeres, las pequeñas agricultoras producen entre 45 y 80 por ciento de los alimentos consumidos en el planeta. La eficiencia de este trabajo, imprescindible para la supervivencia de comunidades rurales pobres, se reduce notablemente cuando ellas deben caminar varias horas al día para buscar agua. Se estima que las campesinas de Asia y África subsahariana destinan 200 millones de horas al día en esta tarea.
La sequía o el trastorno de las estaciones de lluvias disminuyen las cosechas. Las mujeres del campo, que deben garantizar la alimentación de sus familias en los países en desarrollo, laboran más para extraer los frutos. Cuando el clima se ensaña con la tierra, pierden por completo la fuente de sustento. Mientras los hombres pueden emigrar solos en busca de oportunidades económicas, ellas quedan varadas en los hogares, presas de las hambrunas. Las mujeres representan el 70 por ciento de las personas pobres.
En épocas difíciles las madres recurren a la ayuda de sus hijas. Como resultado las niñas y adolescentes abandonan la escuela con más frecuencia que sus compañeros varones. A mediano plazo esta deserción erosiona el potencial de las muchachas de aspirar a un mejor estatus económico. En naciones del África subsahariana los padres venden a sus hijas pequeñas para aliviar la escasez de alimentos. Para estas jóvenes esposas el matrimonio representa casi siempre el cierre de sus aspiraciones y un mayor riesgo de morir por complicaciones reproductivas.
Las estadísticas de los últimos desastres naturales revelan un desbalance de género. De acuerdo con Naciones Unidas las mujeres tienen 14 veces más probabilidades de morir en un fenómeno climatológico extremo que los hombres.
Pero las mujeres no se están quedando de brazos cruzados. Ellas saben que cualquier estrategia para enfrentar el cambio climático debe incluirlas, o seguirán protagonizando las historias más trágicas.
Una de estas líderes ambientalistas es Aleta Baun, una indígena de Timor Oeste, en Indonesia. “Mama Aleta”, como la conocen sus compatriotas, encabezó un movimiento de resistencia pacífica contra las minas del mármol en esa isla. Durante más de una década se opuso a la destrucción del entorno en la Montaña Mutis. Ella y un centenar de mujeres se sentaban a la entrada de las minas y tejían atuendos tradicionales del pueblo Molo.
Baun sufrió amenazas. En una emboscada de asesinos a sueldo de una empresa minera le perdonaron la vida, no sin antes golpearla y herir sus piernas con machetes. Durante seis meses vivió oculta en la selva. Tuvo que huir después con sus hijos, cuando las amenazas subieron de tono. Pero finalmente las compañías abandonaron la región en 2010.
En abril pasado Mama Aleta fue elegida para representar a su pueblo en el parlamento de la provincia de East Nusa Tenggara. Los ambientalistas locales la llaman la “Avatar de Indonesia”, en referencia a la película de James Cameron (2009). Los Molo consideran sagrados los árboles, el agua, el suelo y las piedras de su isla. Sus nombres vienen de las rocas. Si alguien destruye estos recursos, morirían.
La historia de Baun, aunque extraordinaria, no es única. Mujeres de comunidades rurales e indígenas de otros países trabajan en proyectos para defender sus recursos y paliar los efectos del calentamiento global. El planeta necesita que escuchemos sus voces, antes de que el caos climático no tenga remedio.