No sé que es más molesto cuando uno se propone, estando en Roma, contemplar la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, si las colas interminables para ingresar a San Pedro, o la apabullante cantidad de oro y plata que se tienen que tragar los ojos a lo largo de ese museo del horror sublimado que es el del Vaticano.
Tanto, tanto, tanto oro en coronas, tiaras, tronos, báculos, figuras, marcos, alhajeros y alhajas. Pura sublime belleza inútil. Prueba de que exagerar la belleza como alarde de poder llega a dar resultados bastante feos. Para obtener esa profusión de riquezas, los colonizadores panibéricos en América extrajeron toneladas del estúpido metal en Nueva España, Brasil y los Andes a costa del sufrimiento de millones de personas y la destrucción de pueblos y culturas para adornar las cortes, las iglesias y los bancos de Europa. El Vaticano en particular siempre fue ducho en captar la divisa áurea con el pretexto de la mayor gloria de Dios.
En la actualidad, la mayor parte del oro del mundo se conserva en barras y lingotes, almacenado en bóvedas inaccesibles. Y sin embargo, no sólo marca el son de la economía y respalda, se supone, al dinero circulante, sino que su producción pone en riesgo grave, en ocasiones terminal, grandes extensiones de tierra donde viven pueblos enteros que jamás verán, ni en foto, todo el oro que vinieron a sacar –frecuentemente ellos en papel de esclavos– los proveedores de las metrópolis. Ahora, entre más escasea, más caro se ha puesto, y crece la tendencia a extraerlo a como dé lugar en los contados lugares donde aún está bajo tierra.
Como opinaba hace poco Franz Hinkelammert sobre la megaminería a cielo abierto en las Américas, en un suplemento de este diario: “Desde hace 500 años es lo mismo, sacan el oro de aquí y lo ponen en bodegas del banco central de un país del centro. La irracionalidad es total. El oro no tiene ningún valor de uso, porque no hay tantas personas dispuestas a ponerse las joyas que se podrían producir.
Ese es el único valor de uso que tiene, que como tal es muy lindo, pero no es por eso que lo quieren. Sacan el oro de la tierra, destruyéndola, para enterrarlo de nuevo en las bodegas de los bancos” (Cuadernos del Pensamiento Crítico Latinoamericano, Clacso, 8/9/12).
El pensador y teólogo de la liberación concluía que esto es algo ridículo. Por su parte, siguiendo un camino más tortuoso y cínico, el escritor anarco-fascista Ernst Jünger, dado a las novelas de ideas, hacía debatir a sus personajes en Eumeswil (1977) sobre tres misterios patentes: la serpiente, los judíos y el oro.
Si bien elucubraba de modo bárbaro y antisemita (aquí están todavía indiferenciadas la bendición y la maldición, aquí fracasa la razón), coincide con Hinkelammart en el destino subterráneo del oro. El escudo, el dinero duro, es vertical, tiene una fuerza de gravedad inherente que explica su tendencia a desaparecer bajo el suelo, hasta que la hierba le crece encima.
No otra coincidencia tendrán estos autores, salvo la de ser alemanes. Jünger (o su personaje anarca) reconoce en el oro el poder central, inmutable; lo ama, no como Cortés, sino como Moctezuma, no como Pizarro, sino como Atahualpa.
Idealización pura e inútil del autor (más celebrado en los ámbitos hispánico y francés que en el germánico, por cierto).
Basta ver lo que la extracción del oro, el sol de los fierros, y de la plata, su esposa nocturna, ha dejado en estas tierras. Una laceración que la modernidad ha vuelto peor. Tenemos un ejemplo reciente en San Luis Potosí, que con la avasalladora Minera San Xavier, impuesta por el gobierno, ilustra un modo racional del estropicio ambiental. Su abuso no es tan espectacular y aterrador como las fotos clásicas de Sebastiao Salgado en las minas a cielo abierto de Brasil. Hay maneras de mantener las apariencias de una “contención industrial”. Lo que cueste maquillar la realidad, lo pagan las mineras. Los daños no se aceptan, se minimizan y escarnecen. La oposición de la gente se criminaliza. Tratándose de oro, nada los detiene.
Sin cambiar siquiera de estado, otro caso: ¿Qué burrada es esa de que el desierto potosino de Wirikuta, o Coronado, tiene vocación minera, como sostienen las trasnacionales y los inversionistas, y a su modo el sindicato minero, para justificar la apertura de los grandes proyectos de extracción ahí? Y todo, ¿para qué? Para sacar la plata y el oro del moro e irlo a enterrar en otra parte. Atilas eficientes, por donde pasan no vuelve a crecer la hierba.
Estando el planeta como está, y bajo las condiciones de los pueblos y de los suelos en el siglo XXI del calentamiento global, la vocación minera de un ecosistema portentoso como Wirikuta existe sólo en el camino de bajada al infierno.
La obscena epopeya del oro resume la vocación (esa sí vocación) destructiva y suicida del capitalismo así como va, tendido.