Por Maristella Svampa
Lo más llamativo en Argentina es, sin embargo, que la coexistencia entre desposesión y progresismo es más rotunda que en otros países. En efecto, en un contexto de polarización donde no caben los matices, el oficialismo mantiene blindado su discurso sobre la política estatal de explotación de los bienes naturales, en especial, la minería.
Esto coloca a la Argentina frente a una realidad bastante paradójica, aunque incontestable: la exacerbación de lo nacional popular viene acompañada también por la consolidación de un modelo neocolonial.
Extractivismo: he aquí un concepto de fuerte carga histórica y simbólica que designa una realidad cada vez más palpable en América Latina. Por extractivismo se entiende aquel patrón de acumulación basado en la sobre-explotación de recursos naturales cada vez más escasos, en gran parte no renovables, así como en la expansión de las fronteras de explotación hacia territorios antes considerados como «improductivos». Por ende, no contempla sólo actividades tradicionalmente extractivas, como la minería y el petróleo, sino también otras como la industria forestal, el agronegocio y los biocombustibles, incluso proyectos de infraestructura, como las grandes represas hidroeléctricas, al servicio de dichas explotaciones. Uno de los rasgos comunes de dichas actividades es, como afirma E.Gudynas, la tendencia a la monoproducción o el monocultivo, asociado a la gran escala de las explotaciones.
En términos geopolíticos, la opción extractivista que busca implantarse desde México a la Argentina, responde a una división territorial y global del trabajo entre los países centrales y periféricos, que condena a los países de la región a la exportación de bienes naturales y de consumo. No por casualidad, más allá de las retóricas industrialistas en boga, las economías latinoamericanas reflejan no sólo una mayor transnacionalización y concentración económica, sino también una tendencia a la reprimarización, a la especialización productiva, a la consolidación de enclaves de exportación; rasgos que fueron muy criticados por el desarrollismo de antaño así como por diferentes corrientes de la izquierda.
En este nuevo escenario de vinculación global, defendido en nombre de las «ventajas comparativas», la minería metalífera a cielo abierto se convirtió en la actividad más cuestionada en la región, un símbolo del extractivismo depredatorio, que sintetiza un conjunto de elementos directamente negativos para la vida de las poblaciones, que podemos resumir así:
*La minería a cielo abierto (open pit) utiliza sustancias químicas contaminantes, consume enormes cantidades de agua y energía y compite por tierra y recursos hídricos con otras actividades económicas (agricultura, ganadería, turismo);
*Es una actividad regulada por un marco normativo-jurídico sancionado en los ´90, que otorga al sector privado grandes exenciones y beneficios, asegurando una rentabilidad extraordinaria, con escasos o nulos controles del Estado (nacional y provincial).
*Es minería a gran escala, que desestructura y reorienta la vida de las poblaciones, desplazando economías regionales preexistentes, ligadas a pequeñas y medianas localidades;
*Es minería trasnacional, con características de enclave, pues transfiere recursos en favor de actores extraterritoriales, sin generar encadenamientos endógenos relevantes, y produciendo como consecuencia la dependencia de las poblaciones en relación a las grandes empresas (por la vía de lo que se llama Responsabilidad social empresarial);
*Produce impactos negativos en la salud de las poblaciones y cuantiosos daños ambientales durante la explotación y luego del cierre de las minas, los cuales han sido fehacientemente probados en diferentes países y regiones;
*Avanza sin el consenso de las poblaciones, generando todo tipo de conflictos sociales, divisiones en la sociedad, y una espiral de criminalización de las resistencias que sin duda abre un nuevo y peligroso capítulo de violación de los derechos humanos.
Escenarios y debates
El primer país latinoamericano en el cual se implementó el «nuevo» modelo minero fue el Perú, donde la tradición minera existente hizo posible su naturalización y exaltación como «motor de desarrollo». En la actualidad, pese a tener altas tasas de crecimiento (8,6%) gracias a la exportación de minerales, el Perú sigue siendo uno de los más pobres y desiguales de la región, a lo que se agrega un escenario fuertemente represivo. Se trata de un modelo trasnacional que se instala claramente en el denominado extractivismo depredatorio, con fuerte impacto social y ambiental, confirmado a lo largo de los sucesivos gobiernos neoliberales, desde Fujimori a Alan García.
Sin embargo, los escenarios más paradójicos lo ofrecen Bolivia y Ecuador, pues ahí las tensiones dan cuenta de un desfase entre los discursos emancipatorios y las políticas públicas realmente existentes. Tal es el caso de Evo Morales quien, hacia afuera viene sosteniendo un enérgico discurso de defensa de la Madre Tierra, que ofrece muy poca correspondencia con la política netamente extractivista que implementa hacia adentro.
Esto no significa empero que los escenarios peruano y boliviano sean similares. Así, durante el primer gobierno de Evo Morales (2006-2010) la nueva lógica estatalista entró en conflicto con las grandes empresas, a partir de las nacionalizaciones, cuyo objetivo era el control de la renta por parte del Estado. Pero, a partir de su segundo mandato, y liberado ya de la presión de las oligarquías regionales, el gobierno boliviano refleja cada vez más la consolidación de una nueva hegemonía estatalista, de corte puramente economicista, que pone en entredicho las aspiraciones de fundar un Estado plurinacional. Esto se hizo visible en la sanción de varias leyes estratégicas, que tienen por objeto facilitar el desarrollo de ambiciosos proyectos extractivos, entre ellos, concesiones mineras en territorios indígenas y grandes proyectos energéticos en la Amazonía.
No es extraño que, en este escenario, organizaciones como CIDOB (Coordinadora Indígena del Oriente Boliviano) y CONAMAQ (Confederación Nacional de Ayllus y Markas del Qollasuyo), comenzaran a exigir el derecho de consulta previo, recogido por la Constitución boliviana, así como el respeto por sus estructuras orgánicas. Sin embargo, tanto las ventajas comparativas (acentuadas por la posibilidad de explotación del litio) como la existencia de un fuerte imaginario minero (ligado al mundo del trabajo), constituyen un obstáculo para una discusión genuina sobre el extractivismo y sus consecuencias, sobre todo, en clave ambiental.
Ecuador es sin duda el país latinoamericano en el cual arrancó el debate sobre las cuestiones ambientales, tal como lo registra la nueva Constitución (2008) que proclama el «Buen Vivir» como una alternativa al desarrollo convencional. La Secretaría Nacional de Planificación y Desarrollo (SENPLADES), elaboró el Plan del Buen Vivir, 2009-2013 que propone, además del «retorno del estado», un cambio en el modelo de acumulación, más allá del primario-exportador, estableciendo una «hoja de ruta» (P.Ospina) hacia un desarrollo endógeno, biocentrado, basado en el aprovechamiento de la biodiversidad, el conocimiento y el turismo. Asimismo, recordemos que la Constitución enuncia también los derechos de la Naturaleza, otorgándole un carácter de sujeto y estableciendo su derecho a la restauración y a ser defendida.
Pese a esta apertura, el extractivismo neodesarrollista tiene en el presidente Rafael Correa uno de sus defensores más acérrimos. Así, la nueva ley minera sancionada en 2008 pretende avanzar sobre territorios protegidos y comunidades indígenas, desconociendo las fuertes resistencias sociales existentes. Un elemento llamativo es la criminalización de las luchas, bajo la figura penal de «sabotaje y terrorismo», que hoy alcanza a unas 180 personas, en gran parte ligadas a las resistencias a la megaminería. Las declaraciones de Correa acerca del «ecologismo infantil» no han coadyuvado al diálogo, en un escenario de confrontación cada vez más abierto entre el gobierno y las organizaciones indígenas y ambientalistas.
En estos países, una cuestión central es el alcance del derecho de consulta a los pueblos originarios y sus modalidades de participación, el cual, según el convenio 169 de la OIT, debe ser libre, previo e informado. En Bolivia, uno de los puntos de litigio con el gobierno es el carácter vinculante o no de las consultas previas. En Ecuador, el convenio fue ratificado por la Constitución en 1998, pero en la práctica no se cumple, y corre el riesgo de ser acotado bajo otras figuras, como por ejemplo, la consulta pre-legislativa. La cuestión se instaló incluso en Perú, donde luego de la represión de Bagua (junio de 2009), Alan García se vio obligado a abrir la agenda política al reclamo de las comunidades amazónicas. En mayo de 2010 el Parlamento votó una ley de consulta, en acuerdo con la legislación internacional, pero ésta fue «observada» por el presidente peruano, quien la reenvió al Parlamento. En consecuencia, el veto presidencial confirmó el avance del modelo de desposesión, avalado por la continua concesión de territorios indígenas para actividades extractivas (petróleo, minería, forestales) y megaproyectos de infraestructura (hidroeléctricas, carreteras).
¿Y por casa como andamos?
Respecto del modelo minero, la Argentina presenta grandes similitudes con el modelo peruano, netamente depredatorio, pues en ambos países se ha consolidado una dinámica de desposesión en donde prima la lógica economicista de las corporaciones trasnacionales y los intereses privados, favorecidas y profundizadas por las políticas públicas a nivel nacional y provincial. Pese a ello, existen varias diferencias; entre ellas, que en Argentina no hay tradición de minería a gran escala y por ende, no hay imaginario social disponible a partir del cual «naturalizar» la actividad. Por otro lado, las resistencias sociales no se expresaron mediante consultas públicas (sistemáticamente prohibidas, luego del éxito de Esquel, en 2003) sino a través de leyes de prohibición y, en aquellos casos que involucran comunidades originarias, por la aplicación del convenio 169, como en Loncopué (Neuquén) y en Tilcara (Jujuy). Hoy son siete las provincias que cuentan con leyes que prohíben este tipo de minería, con la utilización de diferentes sustancias tóxicas, aunque estos avances institucionales se hallan amenazados, ya que tanto las empresas como los gobiernos provinciales buscan las brechas de la ley, recurren a la justicia cuestionando su constitucionalidad (como sucede en Mendoza y Córdoba), o aguardan una nueva «oportunidad política» (el contexto posteleccionario, luego de octubre de 2011), para derogar legislaciones provinciales o no reconocer derechos ancestrales, que hacen peligrar las grandes inversiones económicas en juego.
Lo más llamativo en Argentina es, sin embargo, que la coexistencia entre desposesión y progresismo es más rotunda que en otros países. En efecto, en un contexto de polarización donde no caben los matices, el oficialismo mantiene blindado su discurso sobre la política estatal de explotación de los bienes naturales, en especial, la minería. Esto coloca a la Argentina frente a una realidad bastante paradójica, aunque incontestable: la exacerbación de lo nacional popular viene acompañada también por la consolidación de un modelo neocolonial.
Dos hechos propiciaron una cierta apertura y difusión de la problemática minera a nivel nacional: el primero, referido a los fondos de minera La Alumbrera, destinados a las universidades públicas; debate impulsado por una lúcida carta de denuncia que Adolfo Pérez Esquivel envió a los rectores en 2009. Sin embargo, gran parte de las Universidades Públicas aceptaron esos fondos, amparándose en su «legalidad» y eludiendo el debate ético y político de la cuestión. El segundo hecho nos remite al veto presidencial a la ley nacional de protección de los glaciares, a fines de 2008 y el posterior debate que se dio en el Congreso Nacional, cuyo resultado fue una ajustada aprobación de la ley más protectora (la ley Bonasso-Filmus), en septiembre de 2010, votada tan solo por siete senadores del oficialismo… Dicha norma establece la protección de las fuentes y reservas de agua dulce, prohibiendo cualquier actividad extractiva en el área de glaciares y periglacial, equivalente a un 1% del territorio argentino, donde se encuentran emplazados grandes proyectos mineros. Pero la ley fue prontamente judicializada (en San Juan, entre otros, por la compañía Barrick Gold) y los vacíos de su reciente reglamentación volvieron a confirmar la escasa voluntad del gobierno nacional y las diferentes instituciones del Estado para hacerla efectiva, permitiendo así el sostenido avance de los proyectos mineros.
Pensar la transición
Más allá de los contrastes y paradojas, los diferentes escenarios nacionales son abiertos y dinámicos. A fines del año pasado, por ejemplo, Costa Rica se convirtió en el primer país latinoamericano en prohibir la minería a cielo abierto, y de modo más reciente, Panamá derogó el código minero. Asimismo, toda la región está atravesada por una miríada de luchas locales, muy asimétricas, que nos recuerdan que el extractivismo reinante no es un destino; es ante todo una opción política y civilizatoria, asumida por los diferentes gobiernos, sean neoliberales o progresistas, que va reconfigurando negativamente los territorios y economías, a la par que genera una nueva dependencia. En no pocos casos, éstas han logrado detener localmente el avance de la megaminería, como sucedió hace poco en el Valle de Tambo, Islay, en Perú; aún si por momentos, esta tarea se revela como un interminable trabajo de Sísifo, tal como sucedió en la zona de Intag, Cotacachi, en Ecuador, donde en dos oportunidades la población debió expulsar a las corporaciones mineras.
Una cuestión que suelen subrayar los defensores de este tipo de minería es que sus críticos no tienen un proyecto alternativo de desarrollo. Esto no es cierto. En realidad, como afirman Norma Giarracca y Miguel Teubal, los propios gobiernos buscan ocultar las posibilidades y alternativas productivas de la zona, con políticas públicas que profundizan la «crisis» y preparan el desembarco de la minería, a lo cual se añaden luego dudosos informes de impacto ambiental, que minimizan la repercusión de la actividad minera sobre las economías locales.
A esto hay que agregar, por otro lado, que la envergadura del modelo extractivista es tal, que exige pensar en respuestas a una escala mayor. En esta línea, en varios países de América Latina comenzó a debatirse sobre las alternativas del extractivismo y la necesidad de pensar en escenarios de transición. Aunque estos debates se originaron en Ecuador, es en Perú donde recientemente, un conjunto de organizaciones que participan de la Red peruana por una Globalización con Equidad (RedGE), dio un paso adelante y realizó una declaración de fuerte impacto, presentada ante los principales partidos políticos. Esta declaración plantea un escenario de transición hacia el posextractivismo, con medidas que apuntan al uso sostenible del territorio, el fortalecimiento de instrumentos de gestión ambiental, el cambio del marco regulatorio, el respeto del derecho de consulta previa, entre otros grandes temas. Tal vez dicho pronunciamiento carezca de la radicalidad discursiva presente en otros países, como en Bolivia y Ecuador, puesto que no habla del «buen vivir» ni del «Estado plurinacional», pero al menos plantea la necesidad de pensar escenarios menos depredatorios, una discusión todavía ausente en países como la Argentina, considerados sin embargo progresistas desde el punto de vista político.
Una de las propuestas más interesantes ha sido elaborada por el Centro Latinoamericano de Ecología Social (CLAES), bajo la dirección del uruguayo Eduardo Gudynas. Su propuesta plantea que la transición requiere de un conjunto de políticas públicas que permitan pensar de manera diferente la articulación entre cuestión ambiental y cuestión social. Asimismo, considera que un conjunto de «alternativas» dentro del desarrollo convencional serían insuficientes frente al extractivismo, con lo cual es necesario pensar y elaborar «alternativas al desarrollo». Por último, es una discusión que se coloca en el plano regional y en un horizonte estratégico de cambio, en el orden de aquello que los pueblos originarios han denominado «el buen vivir».
La discusión sobre la transición hacia el posextractivismo está apenas abierta, pero no hay dudas de que éste es uno de los grandes debates que deben dar nuestras sociedades, y ello, mal que le pese al progresismo reinante.