31 de Octubre de 2011
No comparto el exceso de entusiasmo del Gobierno para impulsar la locomotora minera…
Pese a los bombillos rojos de alerta y a las advertencias de numerosos expertos sobre el riesgo de avanzar a velocidad por un camino que puede conducir al abismo, no parece haber disposición alguna para meterle un poco de freno a la máquina. Todo lo contrario. En la posesión del nuevo ministro de Minas, Mauricio Cárdenas, el presidente afirmó que la locomotora que Rodado dejaba marchando avanzaría a mayor velocidad, y nombrar en el ministerio de Ambiente a Frank Pearl —confeso lego en asuntos ambientales— sembró más dudas sobre su compromiso con la protección del medio ambiente.
Pese a que Colombia es el segundo país del mundo más rico en biodiversidad, la gran apuesta del Gobierno es por la minería —y los hidrocarburos—, en la misma línea de su antecesor. Una apuesta peligrosa: crecer a costa de los recursos naturales que, además, no garantiza ni más y mejores empleos, ni una reducción significativa de la pobreza. Para botón de muestra lo que ha dejado la gran minería del ferroníquel en Córdoba, y la del carbón en La Guajira y Cesar.
En lugar de mirar hacia Costa Rica, país biodiverso que prohibió la minería a cielo abierto, o hacia la Unión Europea que el año pasado lo hizo por la puerta de atrás al vetar el uso de cianuro por 100 años, el Gobierno parece mirar hacia Chile, un país que no es biodiverso y en donde si bien la minería ha contribuido al crecimiento de la economía, la desigualdad es escandalosa: el 10% más rico tiene ingresos 78 veces más altos que el 10% más pobre. Las descomunales ganancias mineras van a los bolsillos de las multinacionales y de unos pocos empresarios nacionales. Chile es el cuarto país más inequitativo de la región.
¿Es ese el camino por el que queremos avanzar con el acelerador a fondo? ¿Conveniente abrirle el chorro a la minería? ¿Está pensando el Gobierno en términos estratégicos y de largo plazo? ¿Están las instituciones mineras y ambientales en capacidad de hacer frente al desafío de un desarrollo minero con el menor riesgo ambiental posible? ¿Está el Gobierno en capacidad de exigir a las empresas mineras que operen bajo las más exigentes normas internacionales para reducir al máximo el daño ambiental? ¿Existen los mecanismos efectivos de fiscalización y control de 8.500 títulos mineros (19.000 esperan aprobación) y 3.600 operaciones ilegales? ¿Está actualizado el catastro minero? ¿Y la reforma de las regalías? ¿Dónde está el negocio si, según un estudio del economista Guillermo Rudas, en 2009 las regalías fueron de 1,93 billones y las exenciones de 1,75 billones? ¿Tiene el Gobierno un plan integrado para crear vínculos entre la minería, el resto de la economía y las economías locales (agricultura, silvicultura, pesca, minería informal…) y evitar que los megaproyectos funcionen como enclaves? ¿Puede garantizar transparencia e información suficiente en los procesos de consulta previa? ¿Está dispuesto a aceptar los resultados si son contrarios a la minería? ¿Gobierno, departamentos, alcaldías y empresas mineras acogerían la Iniciativa de Transparencia de las Industrias Extractivas (Eiti), que supone verificar y publicar los pagos de las empresas y los ingresos públicos provenientes de la explotación del petróleo y la minería?
Son sólo algunas preguntas, al margen de los problemas que presenta la minería ilegal, fuente de financiación de grupos armados, caldo de cultivo de la corrupción y combustible del conflicto interno. No veo cómo el Gobierno va a ser el alquimista capaz de convertir en bendición lo que tradicionalmente ha sido una maldición para los países que han dado prioridad a la explotación de los recursos naturales.
El Espectador, 23 de octubre de 2011