La evolución reciente de la actividad económica mundial y de las industrias extractivas y de transformación ha sufrido cambios dramáticos, que atentan contra la vida y la salud de los trabajadores. El propósito de crecer y de generar ingresos a cualquier costo ha deshumanizado los procesos productivos, así como el comercio de bienes y servicios.
En la actualidad, los principios y valores que inicialmente impulsaron las estrategias de crecimiento y desarrollo económico y social se han alejado de las necesidades de las personas que luchan para vivir mejor y, desde luego, se han descuidado las condiciones laborales, de tal forma que ponen en riesgo la seguridad de los trabajadores. Hoy el lema del mundo capitalista parece ser que las utilidades están por encima y tienen mayor prioridad que la protección, la tranquilidad y el bienestar de los seres humanos.
La minería y todas las actividades extractivas han estado sujetas al incremento en la demanda, el mercado y la generación de recursos, que han puesto en la perspectiva inmediata, y en muchos casos ha sucedido la pérdida de vidas. El homicidio industrial, la negligencia criminal, junto con la arrogancia, la indiferencia y la falta de responsabilidad social, se han vuelto más comunes desde la explosión de la mina de carbón de Pasta de Conchos en Coahuila, en donde perecieron 65 trabajadores que laboraban para la empresa Grupo México de Germán Feliciano Larrea Mota Velasco.
También han sucedido otras tragedias –a diferente escala– en compañías mexicanas como Peñoles, de Alberto Bailleres, y Grupo Acerero del Norte, de Alonso Ancira Elizondo, en las cuales, además de los accidentes prevalece la explotación denigrante en sus minas y plantas industriales, hasta arrancar por la fuerza, la intimidación y las amenazas, así como el abuso del poder, la dignidad de algunos trabajadores, que son manipulados para utilizarlos como claros objetos de producción e instrumentos de operación, sin fuerza, motivación o energía, sometidos y controlados por la avaricia y la corrupción y el poder económico de esas empresas y la indiferencia de los gobiernos municipales, estatales y federal.
Esta situación es grave, como lo he señalado en mi libro El colapso de la dignidad, y como dice el actor John Malkovich en la película Educación en Siberia: “El hambre va y viene, pero la dignidad nunca regresa”. Ese panorama lo hemos observado también en muchas empresas extranjeras, que al igual que en las empresas mexicanas señaladas, no cumplen con las normas de seguridad ni con su responsabilidad en la sociedad, pues tal como lo destacó el papa Francisco después de las tragedias mundiales que han ocurrido en los dos últimos años, “la búsqueda insaciable de utilidades a cualquier costo son actos que están en contra de la voluntad de Dios y de la Iglesia”.
No hay mejores casos para ilustrar lo anterior que las catástrofes ocurridas en China, Sudáfrica, Bangladesh o más recientemente en Turquía, donde 301 mineros del carbón perdieron la vida en la mina de Soma, Manisa, el 13 de mayo reciente. Todos los muertos seguirían con vida si los gobiernos y los empresarios de nuestros países hubieran antepuesto la existencia de los trabajadores a sus utilidades e intereses.
También los más de 200 conflictos sociales ocasionados por la industria minera, particularmente en México y América Latina, por parte de empresas extranjeras –canadienses en gran proporción–, tienen su origen en la falta de cumplimiento de las normas nacionales en la materia, además de la incapacidad y el descuido de los gobiernos al momento de obligar a las empresas a cumplir la ley.
Es urgente un cambio de actitud y de mentalidad en estas condiciones peligrosas de la industria. Es inaceptable la tasa de fatalidades en la actividad minera y es necesaria una mayor solidaridad global para evitar estos descuidos y abusos. Quizá la mejor forma sería decir: “Si matas a un trabajador por negligencia empresarial, vas a la cárcel”, tal como sucede en muchos países del primer mundo. O bien, aprobar una ley que penalice la irresponsabilidad criminal de las empresas, como lo he propuesto en diferentes ocasiones.
Los retos existentes para transformar las condiciones de explotación hasta convertirlas en lugares productivos y seguros, son muchos. La voluntad política para regular y hacer respetar la legislación en la materia; la coordinación de políticas públicas para evitar incoherencias; generar mayores y mejores centros de ocupación dignos y bien pagados que reduzcan la vulnerabilidad del contratismo o la subcontratación de la fuerza de trabajo; eliminar la relación parasitaria de empresas y gobiernos que promueve o facilita la falta de reglamentación y, principalmente, la ambición desmedida de perseguir las utilidades a cualquier costo.
Ese es el nuevo marco de referencia para evitar tragedias, además de que todos los países deben ratificar el Convenio 176 de la OIT sobre seguridad y salud en las minas del mundo entero. Al menos, este sería el primer paso para establecer un sistema legislativo y de regulación sólido y convincente.