La agresión y asalto depredador que sucede con la mina Caballo Blanco de la canadiense Goldgroup es un esquema que se multiplica varias veces con la dispersión de proyectos hidroeléctricos por el estado. El capítulo México del Tribunal Permanente de los Pueblos ha hecho pública la violación sistemática de 15 derechos humanos de las comunidades indígenas y mestizas afectadas por estos proyectos de altísimo impacto. Igualmente se movilizan contra el maíz transgénico; el sábado pasado se inició una huelga de hambre en el Ángel de la Independencia de la Ciudad de México. En la última década se ha desatado un proceso prácticamente expropiatorio por toda Latinoamérica, que ha secuestrado la tranquilidad en miles de comunidades aisladas por toda América Latina. El sexenio de Calderón le significó al país no solo el trauma brutal de la guerra, sino hipotecar en concesiones a empresas mineras casi la tercera parte del territorio nacional.
Se han desatado procesos salvajes de acumulación de riquezas y capital a costa de la devastación del continente. Llámense selvas o desiertos, el esquema de destrucción es el mismo. Es el caso, por ejemplo, del pueblo mapuche en Chile donde el gobierno ha abierto las puertas a hidroeléctricas y mineras y desatado el salvajismo contra los recursos naturales.
En el sur de Chile la población mapuche resiste la intervención de empresas españolas como Endesa, la dueña de la central hidroeléctrica que inundó 3500 hectáreas ancestralmente habitadas por los mapuches y obligó a la relocalización de sus pobladores. Otros preparan la defensa de territorio contra mineras que tienen el dinero y la simpatía venal de las autoridades. Igual que en México, el esquema se repite una y otra vez por el continente. Lo mismo en Chile que en Perú, Bolivia o Argentina.
Ha habido varios pronunciamientos multinacionales de resistencia y denuncia contra estos proyectos de saqueo y destrucción que apenas si se perciben por el cerco informativo que se les impone. El problema ahí está y crece la tensión y las denuncias de la destrucción. Cada vez se hace más evidente, pero sin la fuerza suficiente para involucrar a más capas y sectores de la población en la indignación y la resistencia. Se equivocan los gobiernos que apuestan a la desarticulación de los pueblos, porque eso es algo que cambia. Pero crecen las tensiones, las agresiones y la represión. En México son muchos los muertos. Desde las indígenas locutoras Teresa Bautista Merino, de 24 años, y Felicitas Martínez Sánchez, de 20, que fueron asesinadas en abril de 2008; hasta los trabajadores humanitarios también muertos en una emboscada en Oaxaca en 2010 también en el mes de abril: el ciudadano finlandés Jyri Antero Jaakkola y la activista mexicana Beatriz Alberta Cariño Trujillo, que formaban parte de una caravana que fue atacada cuando se dirigían a San Juan Copala, población que estaba tomada por pistoleros. Lo mismo pasó en San Luis Potosí cuando el gobierno de Calderón otorgó 22 concesiones para extraer plata en la tierra wixarika, una reserva protegida con gran variedad de especies endémicas, además de ser territorio ceremonial. Pero lo mismo