Hay momentos en que aspectos básicos de una política y convivencia democrática parecen deshilacharse tan lentamente, que el fenómeno pasa desapercibido. Son ocasiones en las que la atención sobre un tema no siempre permite reconocer las repercusiones en otras dimensiones de nuestra vida en común.
Algo de eso ocurrió en los últimos días alrededor de la cumbre de cambio climático en Lima. Ustedes me dirán que ese encuentro de los gobiernos por un lado, y de la sociedad civil por otro, era una cuestión de políticas ambientales, ecologistas o indígenas. Yo le responderé que eso es cierto, pero que allí también se jugaron aristas muy importantes sobre la convivencialidad democrática. Fue en este segundo aspecto, y no por su desempeño ambiental, por el cual se miró con atención al gobierno de Ecuador. Para justificar esta puntualización déjeme contarle tres de hechos que se discutieron en la capital peruana en los últimos días.
El autobús de la discordia
El primer asunto se refiere a la atención internacional que suscitaron las medidas del gobierno de Rafael Correa de controlar y hostigar un viejo autobús que llevaba un pequeño número de militantes hacia la cumbre del cambio climático en Perú. La odisea de ese bus captó mucho más atención internacional que cualquier plan ecuatoriano para enfrentar sus emisiones de gases invernadero. La prensa comenzó a seguir la travesía de un autobús pintarrajeado, algo destartalado y lento, reportando cada detención como si fuera una historia de aventuras. No abordaré aquí las reales razones de todos esos controles, pero más allá de ellas, para la audiencia internacional, y en especial aquellos que estaban en Lima, esos hechos fueron interpretados como intentos para evitar que un puñado de ambientalistas ecuatorianos pudiera estar presente en Lima.
Como contracara de esa situación me parece apropiado dar a conocer otra manera de relacionarse con la sociedad civil desde otro gobierno, aunque también progresista. En la delegación de Uruguay a esa cumbre de cambio climático, el Ministerio del Ambiente de la administración de “Pepe” Mujica le concedió un lugar a un representante de las ONG ambientalistas. No sólo no se impidió que viajaran sus militantes por sus propios medios, sino que uno de ellos integró la delegación oficial, con todos sus gastos pagos. Su nombre no fue indicado por el gobierno sino que lo eligieron las propias ONG, y la nominación recayó en un conocido militante de los temas de cambio climático, aunque sus posiciones no son necesariamente las que defiende el Estado.
Ese tipo de medidas muestra una democracia madura, y el Ministerio del Ambiente de Uruguay debe ser felicitado por ello. Llevaron a un ambientalista crítico, y nada pasó: el ministro del Ambiente no cayó, no hubo debacle política ni se perjudicó la imagen pública del país. “Pepe” Mujica es también pro-minero, pero sabe que recibir las críticas ambientales por sus posiciones es parte del juego democrático.
Pongo este ejemplo para dejar en claro que hay otras maneras de lidiar con la sociedad civil cuando se va a una cumbre gubernamental sobre temas ambientales. Y esos otros modos expresan, a su vez, concepciones básicas sobre la democracia. Durante años hemos visto a delegaciones de gobiernos, especialmente del norte, que llegan a las cumbres incluyendo empresarios en sus delegaciones, y a veces también sindicalistas. Y eso está muy bien, porque a esos eventos internacionales de importancia asisten los “países” y no solamente “presidentes” o “ministerios”. Por lo tanto, si es el país el que debe discutir, conocer y expresar sus voces, sus delegaciones deben ser plurales.
Los indígenas criticones
Un segundo caso ocurrió con el espacio concedido a las organizaciones indígenas en el marco de la cumbre del cambio climático. Hacia el final de las discusiones en Lima, la noticia de la cancelación del permiso de uso de la sede de la Conaie de Ecuador cayó como una bomba entre muchos participantes del evento. Las reacciones variaron entre la sorpresa y hasta el estupor. Una vez más, un hecho que nada tenía que ver con el cambio climático centró la atención internacional.
Como contracara déjeme contarle que el gobierno de Perú, como parte de la organización de la cumbre climático, permitió organizar un “pabellón indígena”. Allí se reunieron organizaciones indígenas de todo el planeta, lo que a nadie puede sorprender porque están entre los primeros afectados por el cambio climático. Tampoco puede sorprender que las voces dominantes fueran de duras críticas a los gobiernos, y en especial al de Ollanta Humala. Es que en los últimos meses, el gobierno peruano se ha embarcado en reformas de la normativa ambiental para flexibilizarla y hacerla más permisiva a las inversiones mineras o petroleras. Pero más allá de eso, el Ministerio del Ambiente de Perú innovó en dar ese espacio institucionalizado específico para los pueblos indígenas, y en alentar que fuera permanente para las futuras cumbres gubernamentales en cambio climático.
Si yo le contara las cosas que escuché contra la administración de Humala en ese pabellón, usted se asombraría. Pero nunca llegó un funcionario del gobierno a exigir que se desalojara el pabellón por tanta crítica. Ese es el juego democrático, y hasta Ollanta Humala lo entiende, aunque está lejos del progresismo.
Pongo este ejemplo para insistir en que hay otros modos de conceder espacios a la sociedad civil, y que no sólo se debe tolerar, sino que el Estado no sólo debe respetarlos, sino que también debe darles sus propios espacios de expresión, sin condiciones previas. Saber tolerar esa pluralidad es una parte indispensable de la convivencialidad dentro de una sociedad.
Los parlamentarios alemanes
El tercer caso donde volvió a asomar Ecuador en la cumbre de cambio climático fue el confuso episodio de ¿entorpecer? ¿impedir? una visita de parlamentarios alemanes. Cuando esa noticia se discutía allí en Lima se disparaba la sorpresa entre muchos de las delegaciones de los países del cono sur sudamericano (Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay). ¿Por qué?
Porque de una manera u otra, esa imagen de impedir el encuentro de parlamentarios con organizaciones ciudadanas, y en especial aquellas que son tildadas de opositoras, era un lenguaje propio de los gobiernos militares de la década de 1970. En aquellos años, en el cono sur, los partidos de izquierda y las organizaciones de la sociedad civil siempre se querían reunir con parlamentarios extranjeros, ya que era una de las vías que tenían para dar a conocer los problemas del autoritarismo interno. Y en aquel tiempo, siempre eran los gobiernos militares los que trataban de evitar eso, aunque casi nunca lo lograban con efectividad.
Esa historia hace que rechine cualquier medida que impida ese tipo de reuniones. Muchos militantes de izquierda que hoy están en los gobiernos progresistas, eran los jóvenes que en aquel tiempo se encontraban con aquellos parlamentarios. Además, aceptar reuniones entre grupos nacionales y otros extranjeros siempre fue parte del sentido de solidaridad internacional, algo además muy cultivado por la izquierda latinoamericana.
Este muy esquemático recuerdo histórico explica que en la actualidad, el progresismo del cono sur tolera que cualquier parlamentario se reúna con cualquiera. No sólo no tienen nada que esconder, sino que no pueden romper con sus duras experiencias pasadas. Y es así que aceptan, por ejemplo, que los ultraconservadores del Partido Popular de España, se paseen por nuestros países. Y una vez más, no pasa nada, ninguno de esos gobiernos tiembla por esos encuentros, y por lo general pasan desapercibidas.
Este tercer ejemplo también pone sobre el tapete otros entendimientos sobre la democracia y la convivencialidad. Permitir esos encuentros no es síntoma de debilidad, sino de fortaleza. Pero es además necesario para potenciar nuestras democracias internas, y sirve a la convivencialidad dentro de la sociedad.
De regreso a la democracia
Estas tres historias mínimas no son solamente unos pantallazos sobre desavenencias en cuestiones ambientales. Mi punto es que ellas expresan algo que a veces pasa desapercibido, y es que también se juegan las concepciones sobre la democracia, y los sentidos de convivir dentro de sociedades plurales. La discusión abierta sobre cuestiones ambientales es también, un aporte a la radicalización de la democracia. Cuando eso se impide, no solamente se acallan las voces que defienden la calidad de la vida y del ambiente, sino que también se encogen los espacios democráticos.