Por Pavel H. Valer Bellota
La minería siempre ha sido una de las más abruptas actividades a las que el ser humano ha sacrificado sus pulmones, sus manos y su sangre; y más todavía en la América Andina – centralmente en los territorios que ahora ocupan el Perú, Bolivia y Ecuador – donde se convirtió, desde los comienzos de la invasión/colonización en 1532, en el centro de las actividades de una economía dedicada principalmente al saqueo.
Dicen que un indio llamado Diego Huallpa, algún día de mediados de 1545, al ser barrido por un fuerte viento se dio de bruces contra el suelo, descubriendo accidentalmente una enorme veta de plata en Potosí. Unos cuantos años más tarde se enviaban de estas minas 1.5 millones de pesos anuales al monarca español. Potosí en sus primeros diez años produjo lo suficiente, y más, para alimentar la maquinaria de guerra de los Habsburgo y las pretensiones hegemónicas de España en Europa: ciento sesenta mil indígenas trabajaban allí en 1650, y otras vetas fueron abiertas en Oruro, Castrovirreyna, Cailloma, Chachapoyas, Pasco, etc.
La minería de plata fue la obsesión y el eje de la economía de la colonización, y desde entonces la minería, igualmente, ha sido la obsesión de los Estados postcoloniales andinos. Las industrias mineras se han apoyado en la expropiación violenta del territorio indígena, en la invención misma del indio como subordinado, como colonizado, como sujeto incompleto sin derechos y sin Estado.
Como señala BONFIL BATALLA:
“El colonizador se apropia paulatinamente de las tierras que requiere, somete, organiza y explota la mano de obra de los indios; inicia nuevas empresas coloniales siempre fundadas en la disponibilidad de los indios; establece un orden legal para regular -y sobre todo para garantizar- el dominio colonial; modifica compulsivamente la organización social y los sistemas culturales de los pueblos dominados, en la medida en que tales alteraciones son requeridas para el establecimiento, la consolidación del orden colonial”.(1)
Dos caras de una misma moneda: riqueza y poder para el Imperio; despojo, pobreza, sufrimiento, destrucción cultural y muerte para los indios del común. Esa ha sido la ecuación que gobernó la empresa colonial, que organizó la economía en base a la expropiación del territorio, al trabajo no remunerado y obligatorio de los indígenas a favor de los empresarios de la conquista: los encomenderos.
Y esa pretende ser actualmente la lógica que quiere superponerse a los derechos y a las garantías de las que deben gozar todos los ciudadanos. Nuevos encomenderos, empresarios imperiales con pocos reparos democráticos, hunden sus ambiciones en la América Andina buscando más plata, más oro, más petróleo, más estaño, y todo lo que pueda ser llamado “comodity” y ser vendido en el mercado global.
El panorama de expropiación violenta y explotación del indio, podría pensarse, y quererse, que fuera solo un asunto del pasado. Al final, hace más o menos 200 años que el Perú, Ecuador y Bolivia declararon su independencia, se dieron nuevas constituciones liberales que reconocieron la soberanía de los pueblos, proclamaron cada vez más derechos y lograron establecer instituciones de garantía de los derechos humanos.
Pero no es así: casi la totalidad de los conflictos socio-ambientales tienen que ver con las actividades extractivas, en los que se enfrentan los intereses económicos de las grandes empresas petroleras y mineras con los derechos de las comunidades campesinas/indígenas.
Sin embargo, la actual es la era de la ampliación de los derechos –como dijera Peces Barba- y es la era de las garantías de esos derechos -en palabras de Ferrajoli-. Es un tiempo en el que un nuevo sentido común ha surgido en el Derecho junto con nuevos paradigmas centrados en una nueva axiología: los valores más importantes son los derechos humanos, su respeto irrestricto y la necesidad de su promoción por los Estados. Este es un tiempo en el que, después de mucha sangre y tinta derramadas, están vigentes formalmente diversos convenios de cumplimiento obligatorio y declaraciones de derechos humanos dados por la comunidad internacional, que indican el sentido que debe tener la actuación de todos, incluidos los poderosos.
En referencia a los pueblos indígenas, este nuevo sentido común y nuevo paradigma lo indican la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas de la ONU y el Convenio 169 de la OIT. Y se expresan en el Perú –aunque tímidamente- en la “Ley de derecho de consulta previa a los pueblos indígenas u originarios” (Nro. 29785, publicada el 7/09/2011). Ésta les reconoce el derecho a ser consultados de forma previa sobre las medidas legislativas o administrativas que afecten directamente sus derechos colectivos, su existencia física, identidad cultural, calidad de vida o desarrollo, y establece que la consulta debe ser implementada de forma obligatoria por el Estado.
Sin embargo, junto a los nuevos derechos y paradigmas jurídicos garantistas, existen refulgentes y poderosos intereses económicos que tratan de imponer lógicas de actuación contrarias a los propios derechos humanos. Estas lógicas contra-jurídicas / anti-derechos provienen de los intereses económicos de las inversiones de capital en zonas que son consideradas vacías, sin habitantes, sin ciudadanos: “terra nullius”.
Las renovadas doctrinas imperiales se enmascaran e inspiran en un nuevo dios: el mercado, y su nuevo credo: el desarrollo. Pretenden continuar con el proceso de colonización, expropiación del territorio indígena, despojo de sus recursos naturales y destrozo del medio ambiente. Además ensayan legitimar las injusticias mediante la devaluación de la democracia y la extirpación de las doctrinas jurídicas emancipadoras del ser humano sustentadas en los derechos y garantías fundamentales.
Ni derechos ni garantías, esas son instituciones jurídicas que fueron tradicionalmente dejadas de lado y devaluadas a lo largo de la historia del Perú y de otros países de la América Andina. El pensamiento jurídico conservador pretende sustentar que solo hay garantías y derechos para el imperio, para la gran empresa y las inversiones millonarias. La justificación del derecho y las garantías basadas en la voraz racionalidad económica han ganado terreno al derecho y las garantías basadas en la racionalidad formal (la razón económica se viene imponiendo a la razón del Derecho). Las leyes “normales” del ámbito económico han enquistado a las leyes del Estado.
Las doctrinas del mercado a ultranza, sin restricción ninguna, sin un mínimo control, se mueven en el ambiente oscuro de fuera de los derechos. Hay que recordar aquí las palabras del penalista sevillano Muñoz Conde: “más allá de los derechos y las garantías está el campo del fascismo”.
Ante esto, lo que nos queda es la lucha por el Derecho, por la vigencia de los derechos humanos, por la tolerancia al diferente, por las garantías y la construcción de un modelo político constitucional multicultural. Estos son el frente que la democracia puede oponer a los nuevos fascismos societales propugnados por ese nuevo dios y doctrina que se pretende imponer -como en casi todos los conflictos entre las comunidades indígenas y las grandes inversiones- a base del despojo de los pueblos originarios, de su sufrimiento y su muerte como ser individual y colectivo. Lo que nos queda es la lucha por la vida, por la buena vida para todos, y en esto hay que aprender de los nuevos paradigmas políticos (y jurídicos) que surgen de la médula misma de los pueblos, como el “allin kausay” o “sumaq qamaña”.
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* Pável H. Valer Bellota es doctor en Derecho por la Universidad del País Vasco. Blog personal: http://pavelvaler.blogspot.com
[1] BONFIL BATALLA; Identidad y pluralismo cultural en América Latina; Fondo Ed. del CEHAS y Ed. Universidad de Puerto Rico; Buenos Aires 1992. pp. 30-31.