Es probable que el petróleo sea la sangre de la tierra y las piedras los huesos, como creen los U’was, pero la sangre y los huesos son para usarlos, por muy sagrados que sean, como dicen los mineros.
Tienen razón. Los animales y los vegetales son para comer y los minerales para todo lo demás: para fabricar casas, drogas, vestidos, celulares, televisores, autos, dientes, marcapasos, pistolas, ojos de vidrio, muñecas inflables y naves espaciales. Y máquinas. Y energía para moverlas.
Para Claudia Jiménez, la directora del Sector de la Minería a Gran Escala, la disyuntiva “minería o medio ambiente” es un falso dilema porque en Colombia se practica una minería ecológicamente responsable.
Por desgracia, la historia pasada y la reciente, y los expertos, nos están diciendo otra cosa: “Según los propios voceros del gremio, sólo el uno por ciento de los 4.000 títulos mineros en explotación cumple con los estándares de responsabilidad ambiental, pero yo creo que la cifra real es uno por mil”, afirma el geólogo y consultor ambiental Julio Fierro.
Agrega que las empresas mineras manejan un surtido repertorio de trapisondas: obtienen jugosas exenciones y tributan poco gracias a las legislaciones redactadas por funcionarios que pasan de las empresas del sector a los cargos del Estado; abusan del mercurio para la explotación del oro; ocultan información sobre las enfermedades profesionales de sus obreros y no cumplen con los estándares de seguridad exigidos; dividen las comunidades indígenas mediante el soborno de algunos de sus miembros; no generan encadenamientos productivos sino economías de enclave, como en los tiempos de la colonia; adelantan explotaciones en parques naturales, páramos, humedales y reservas forestales, y no son muy escrupulosos, como lo han demostrado las relaciones de la Drummond y los esmeralderos con grupos paramilitares, y el desplazamiento de los Wayúu en la Guajira, cuyas tierras han sido expropiadas mediante una letal “combinación de formas de lucha”: motosierras, abogados y notarios.
El exsecretario de la ONU para asuntos económicos y sociales, José Antonio Ocampo, sostiene que la explotación minera no ha sido históricamente una gran generadora de desarrollo. Los tristes casos de las minas de diamantes en Zimbabwe, de uranio en Kenia, de estaño en Bolivia y de oro y esmeraldas en Colombia, parecen darle la razón. “Todas las regiones que dependen de la minería en Colombia están subdesarrolladas”, afirma tajante Ocampo, y agrega:
“La minería puede ser ‘locomotora’ del desarrollo si se la utiliza para fomentar otras actividades industriales y de servicios. Pero en Colombia es un oficio meramente extractivo, una modalidad que genera muy poco empleo y bajos impuestos. Produce altas utilidades para las grandes empresas, casi todas extranjeras, pero finalmente el país cambia por muy poco uno de sus principales activos, la riqueza minera”.
Deberíamos hacerle caso al profesor Ocampo. La última vez que no lo escuchamos, cuando preferimos la apertura total de Gaviria y Hommes, frente a la “apertura gradual” que sugirió el profesor, nos fue como a los perros en misa.
Es responsabilidad de este gobierno administrar de manera inteligente y proba las regalías del sector, y lograr que buena parte de nuestros minerales se procesen aquí mismo y generen industrias y servicios nacionales. No podemos seguir siendo una cantera riquísima y privada de las multinacionales y los burócratas de “la puerta giratoria”, y ostentar, al tiempo, el triste honor de ser el tercer país más inequitativo del mundo. Es una infamia que no nos perdonará la historia.