El garrote no debe ni puede remplazar al diálogo.
El Estado de Emergencia declarado por el gobierno para controlar la violencia en la provincia de Espinar ha traído de vuelta el frenesí de la mano dura, esa sensación perversa cuestionada por el Historiador de la República, Jorge Basadre, que consiste en la tentación de sacrificar la libertad por el orden, como si fuesen valores antónimos. En pocas horas se han levantado las voces que exigen más represión en el sur, la sanción de parlamentarios que demandan respeto a los DDHH y el fin de todo diálogo con la población que protesta.
Estas voces aplauden o ignoran los excesos cometidos durante los operativos para devolver la calma a Espinar, como la detención de varios activistas defensores de los DDHH de la Vicaría de la Solidaridad de la Prelatura de Sicuani, quienes pocas horas antes habían ayudado a liberar al fiscal Héctor Herrera secuestrado por pobladores. Las mismas voces exigen una represión plana de toda demanda social y la interdicción de la crítica al Estado o a la empresa.
Esta estrategia es vieja y conocida. Consiste en criminalizar toda protesta social bajo el supuesto de que la voz alzada desde la calle es un delito y que la única verdad es la que se expresa en los salones del Estado. En su aplicación peruana, varios sectores políticos y mediáticos niegan la existencia de los conflictos sociales y, como en el pasado, bautizan a los movimientos sociales como hordas a las que solo queda expulsar del sistema, es decir extirparlas.
Lamentablemente para ellos, el papel del Estado es más complejo. De hecho, en Espinar era evidente que el Estado de Emergencia era necesario para restaurar el orden público y evitar la violación de las libertades. Sin embargo, desde esa medida de protección ciudadana no se puede saltar hacia la violación de los derechos de los que demandan y a la erradicación del diálogo social. Si eso se produjera, solo estaríamos cambiando de violencia y, contrariamente, de lo que se trata es de conjurarla con una solución que traiga orden y libertad, al mismo tiempo.
El gobierno actual ofreció cambiar esta historia y acometer los conflictos sociales desde una perspectiva donde el Estado sea un árbitro con la ley y la justicia en la mano. Esta promesa tuvo su origen en tragedias como la de Bagua y en el hecho de que durante el anterior gobierno se sumaron 174 muertos solo por conflictos sociales. Para este cambio, la oferta incluyó una reforma integral de la política de prevención de conflictos, fortaleciendo el papel regulador del Estado y sus entes rectores, entregando competencias a los gobiernos regionales.
No obstante, en pocos meses, el actual gobierno ya suma 12 fallecidos en su haber. La política frente a las demandas sociales le ha sido encargada a la Oficina de Gestión de Conflictos Sociales de la PCM, con escaso presupuesto, sin facultades de solución y con restricciones en la relación con los ministerios, en una situación similar a la del pasado, solo que con una alta expectativa de eficiencia producto de las promesas electorales. En lugar de liquidar a varazos las demandas sociales el papel de la política y de los medios es exigir que se haga realidad el cambio prometido. La otra ruta, la del clímax de la mano dura, el remplazo del diálogo por el garrote, es un espejismo y una receta del fracaso.