Durante casi veinte años, cuando eran jóvenes, habitaron las profundidades de las minas de Sudáfrica. «Hacía tanto calor que el sudor quemaba», recuerda Paulos, que enseña su dedo meñique cortado por la mitad. «La mina…», dice. Ojalá ese hubiera sido el único mal. En aquella época los dos se infectaron de VIH. «Mamá está peor, llámame». La realidad golpea la puerta con un bastón. Dentro, sentado a la mesa de una habitación en penumbra, Mokhele guarda silencio. No grita «adelante» porque en aldeas como Ha Leburu, tan humildes como libres, no hay pestillos porque todo el mundo es vecino. Y sólo es necesario que una mano callosa se apoye en el quicio de la puerta para que Mokhele reconozca a su amigo. «¡Dumela, Paulos!», grita. Al sentarse en la mesa y empezar a charlar, los dos amigos resumen mejor que mil libros de historia lo que ha ocurrido en las últimas décadas en el pequeño estado sudafricano de Lesoto.
Durante casi veinte años, cuando eran jóvenes, habitaron las profundidades de las minas de Sudáfrica. «Hacía tanto calor que el sudor quemaba», recuerda Paulos, que enseña su dedo meñique cortado por la mitad. «La mina…», dice. Ojalá ese hubiera sido el único mal. En aquella época los dos se infectaron de VIH.
La migración, especialmente la de trabajadores lesotenses a las minas de oro del país vecino, es un aspecto clave para entender la epidemia que sacude al tercer país del mundo con más porcentaje de población infectada. En los años noventa, uno de cada tres mineros en el subsuelo sudafricano era de Lesoto. Entonces el sida no era nada allí. Cuando el resto del mundo lloraba la muerte de Freddie Mercury consumido por el virus, en Lesoto apenas seis mil personas habían sido diagnosticadas con esa enfermedad. En sólo veinte años, esos seis mil infectados se han convertido en 290.000. Casi uno de cada cuatro habitantes de Lesoto es portador del virus. «Había algo malo allá abajo, pero no sabíamos», lamentan.
Había y hay. La amenaza en las minas sudafricanas no se ha superado. El ministro de Sanidad sudafricano, Aaraon Motsoaledi, no se anduvo por las ramas el año pasado en una conferencia sobre el sida celebrada en Durban. «Si el VIH y la tuberculosis son la serpiente en el sur de África, sabemos que su cabeza está en las minas de Sudáfrica. Estamos exportando tuberculosis y VIH a toda la región», admitió el ministro.
El Organismo Internacional de las Migraciones elaboró un informe sobre la relación entre los inmigrantes de Lesoto y el VIH. Dedicaba el apartado principal a los mineros. Además de la peligrosidad bajo tierra (hace 25 años las muertes anuales en minas de oro sudafricanas superaban el medio millar, este año son 112), las largas ausencias sumaban riesgo.
Paulos calcula a ojo. «Los primeros años volvíamos a casa una vez cada dos años, pero cuando empezó a haber transporte, en 1976, volvías cada cinco semanas». En Sudáfrica vivían hacinados en habitaciones de hasta veinte camas, con escasas medidas de salubridad, y afuera la soledad empujaba hacia aventuras de cama breve. Inyectado el veneno, sólo hacía falta propagarlo al regresar a casa.
Como la mujer de su amigo friega los platos en una esquina, Paulos decide que es más prudente el silencio que entretenerse en detalles incómodos. Ella apenas ladea un instante la cabeza, como si no hubiera oído nada, y sigue a lo suyo. Pero claro que ha oído. Y claro que sabe.
En cuanto corre la voz de que un extranjero pregunta por el sida, la casa de piedra gris de Mokhele se convierte en un punto de peregrinación de hombres y mujeres que quieren contar su caso. Sin lamentos ni vergüenza. Ha Leburu es una aldea tan pequeña que ya no cabe ni el estigma. En todas las casas hay alguien seropositivo. Y el país es igual. En veinte años, el virus ha robado trece años de vida a Lesoto. La esperanza de vida en 1991 era de 60 años; hoy es de apenas 47 años.
Así que se podría decir que Lucas Zacarías Morosi es un milagro. Delante de su casa, junto a la jaula de las gallinas, hay dos vacas hechas de barro. «Mi nieto siempre anda haciendo cosas de esas», rompe el hielo. Se quita el sombrero para dar la mano y su mujer dobla levemente las rodillas en un suspiro de reverencia.
A sus 87 años, Morosi no ha perdido el ímpetu que le hizo líder bajo tierra. Defendía, como podía y le dejaban, los derechos de sus compañeros. Y lo sigue haciendo. «No nos compensaron. Muchos vinieron enfermos o heridos y las empresas siguen sin pagar. Aquí la gente es pobre y ese dinero les permitiría comer bien y vivir», reclama.
Abre un cajón y saca un pasaporte salpicado de sellos de la frontera.
–Tiempos duros -suspira-, hace mucho de aquello. –¿Malos recuerdos? –le digo. –No, yo no me quejo. No tengo sida, pero aquí ni una familia se salva. Todos somos afectados. Su mujer le observa por debajo de un sombrero de paja. Al ver que la miro, regala una sonrisa encogida. En un rincón, un póster viejo muestra a Mandela con el puño alzado al cielo.