rt| 18/01/2022|
Conversatorio con Michael Löwy, Sabrina Fernandes, Eduardo Gudynas y René Ramírez. ¿Cuál es la lectura del tipo de desarrollo emprendido durante el “ciclo progresista”?
Los gobiernos progresistas de las últimas décadas han hecho algunos importantes avances en materia de «políticas soberanistas»: de la banca, del gasto público, de la política externa, etc. Sin embargo, en materia socio-ambiental han sido cuestionados desde variados ángulos. Tal vez el asunto más espinoso es qué tipo de soberanía han podido –o pretendido– promover con un modelo económico centrado en la extracción y exportación de materias primas, es decir, en una base productiva que, como se ha señalado, conduce más a la profundización de la dependencia que a una ampliación de la soberanía.
Michael Löwy
El principal logro de los gobiernos progresistas ha girado en torno a la redistribución de la renta, con medidas sociales a favor de las capas mas pobres de la población. Aquí es necesario distinguir entre dos tipos de gobiernos progresistas: los «social-liberales» (como Brasil y Uruguay), que desarrollaron una importante política social pero sin cambiar el modelo neoliberal, y los antimperialistas (Venezuela y Bolivia), que se han enfrentado con la oligarquía y el imperialismo buscando alternativas soberanistas. En ambos casos nos encontramos, sin embargo, con un modelo de desarrollo basado en la extracción y la exportación de materias primas, que ha llevado a una nueva forma de dependencia en relación al mercado internacional.
Además, el extractivismo es negativo desde otros puntos de vista: en primer lugar, es contradictorio con la soberanía alimentaria, que exige una producción de alimentos para el mercado interno y no productos de exportación. En segundo lugar, muchas veces tiene consecuencias ambientales sumamente negativas para las poblaciones locales indígenas o campesinas. Y tercero, en el caso de la extracción de energías fósiles –en particular el petróleo– contribuye al catastrófico proceso planetario de cambio climático.
Los gobiernos progresistas sin dudas han adoptado medidas sociales importantes en términos de redistribución social. Pero no han cuestionado el modelo económico capitalista exportador. Cierto, es difícil para países como Ecuador, Venezuela o Bolivia cesar de un solo golpe la producción de petróleo o gas. Pero existen medidas intermedias, como la propuesta del Parque Nacional Yasuni impulsada por el gobierno de Rafael Correa en Ecuador (aunque después la abandonó): en una región de bosques de alta biodiversidad, dejar el petróleo bajo tierra exigiendo una indemnización a los países ricos.
Este proyecto era el símbolo de una opción radical: preferir la naturaleza al mercado, la vida a la ganancia. Los países capitalistas industriales no se entusiasmaron por el proyecto, no solo porque nada tiene que ver con los «mecanismos de mercado» donde tienen su preferencia, sino porque temían el efecto estimulante de esta iniciativa: otros países podrían plantear propuestas similares…
Eduardo Gudynas
La evaluación de las estrategias de desarrollo del progresismo está demostrando no ser sencilla. Al interior de los países se las reclama, pero a la vez hay muchos protagonistas de ese ciclo que las entorpecen, sea por su sincera convicción de haber hecho lo correcto como por la intención de ocultar errores. Las recientes campañas electorales, por ejemplo, en Bolivia y Ecuador, las condicionaron aún más, porque las energías estaban puestas en volver a ganar el gobierno. Pero sobre ello se superpone un entramado de opiniones y analistas transnacionalizados, tanto desde dentro de América Latina como desde fuera, que abusan de simplificaciones y eslóganes.
Por ejemplo, me dices que los progresismos lograron «políticas soberanistas» en la banca y en otros sectores. Ese tipo de dichos son muy comunes, en especial en el Norte Global. Pero están algo equivocados. En realidad, bajo los progresismos la banca privada vivió un paraíso: aumentó su cobertura sobre la población y se diversificó la financiarización. Esto ocurrió bajo los gobiernos de Correa en Ecuador, de Lula da Silva en Brasil o del Frente Amplio en Uruguay, entre otros. Así se explica la bancarización obligatoria en Uruguay o la expansión de la financiarización a sectores como el consumo popular, la educación o la salud en Brasil.
En realidad, los progresismos estuvieron repletos de claroscuros. Tuvieron avances, estancamientos y retrocesos dentro de cada sector. Hay que celebrar que redujeron la pobreza y la marginalidad, porque eso dio alivio a millones de familias; pero no por ello hay que dejar de reconocer las limitaciones que tuvieron en su marcada dependencia de las ayudas monetarias condicionadas a los más pobres o del crédito para el consumo popular. También hay que felicitar sus inversiones en infraestructura, que por ejemplo en Ecuador son evidentes en sus carreteras y puentes. Pero al mismo tiempo debemos comprender que mucho dinero se perdió dentro de los laberintos estatales, sea por medios lícitos pero ineficientes como también por la corrupción.
Esas contradicciones se debieron a que los progresismos –en términos generales y muy esquemáticos– se orientaron hacia una variedad de capitalismo que buscó capturar una mayor proporción de excedente para intentar una redistribución económica. Pero apeló a prácticas concretas que, como los extractivismos y el consumo de masas, requerían su subordinación al capital. Y ello ocurrió por varias vías: blindaron al sector financiero, profundizaron la exportación de materias primas, captaron la inversión extranjera y se adhirieron plenamente a la institucionalidad global (como la Organización Mundial del Comercio).
Tal funcionamiento se dio por medio de delgados equilibrios en los que los Estados progresistas buscaban, por un lado, regular al capital, y por otro debían ceder ante él. Esos equilibrios eran inestables, pero mientras los precios de las materias primas fueron altos el excedente apropiado pudo sostener las medidas de compensación y amortiguación. Cuando cayeron los precios de los commodities, tal cosa dejó de ser posible. Y, peor aún, ello ocurrió al mismo tiempo que la capacidad de renovación política del progresismo se agotó.
René Ramírez Gallegos
La superación del modelo extractivista, y con ello de la acumulación como tal, siempre ha sido el horizonte. Pero lo fundamental es no perder la noción de temporalidad: primero, porque es un debate que no puede dejar de lado la subjetividad; segundo, porque hay reformas del presente y reformas transicionales que apuntan al cambio cuantitativo (como la satisfacción de las necesidades) y al salto cualitativo (como la trasformación hacia la sociedad del «buen vivir»).
Bajo esta perspectiva, es necesario señalar que «otra acumulación» (que incluye la «no acumulación» como horizonte) implica y requiere que exista mucha acumulación el día de hoy (obviamente, con fines ecosociales). Esto no es algo que le guste oír a cierta izquierda. Pero vivimos dentro del capitalismo, y si bien el horizonte es superarlo, debemos pensar la «gran transición» para esa «gran transformación estructural». No pensar el puente temporal es escribir ciencia ficción.
La opción de trasformación social debe ser sostenible en el tiempo, porque acumular para el beneficio social a gran escala toma décadas, pero dilapidar la acumulación para beneficio de pocos es muy fácil (y así se vio o se ve en los gobiernos neoliberales de Bolsonaro, Macri o Moreno). La opción que tenían los gobiernos progresistas para esa acumulación eran los recursos naturales. Y aquí hay que preguntarse al menos dos cosas: ¿la acumulación que obtuvieron de la explotación de recursos naturales sirvió para la redistribución de ingresos y la democratización de derechos? Claramente, sí.
Según la CEPAL, bajo los gobiernos progresistas hubo una clara reducción de la pobreza, la desigualdad y la cobertura de derechos sociales. En segundo lugar, cabe preguntarse si los recursos que obtuvieron se destinaron para un cambio en la matriz productiva (el modo de producción). Desde mi punto de vista, no lo suficiente. En ciertos países, incluso, ni siquiera se discutió la necesidad de una transformación de este tipo.
Más allá de la coyuntura política, todas las economías latinoamericanas siguen compartiendo ciertas características centrales: los sectores económicos predominantes se basan en la extracción de recursos, la agricultura de monocultivo y la manufactura de bajos salarios; en términos de empleo, la región está marcada por un gran sector informal, así como por la práctica arraigada de precarización y tercerización, lo que resulta en una clase obrera que trabaja en la precariedad extrema sin una red de seguridad social; y en cuanto a su inserción en el sistema mundial, la región se encuentra en un lugar de dependencia caracterizado por las exportaciones de bajo valor agregado, la plena integración a los mercados globales y altos niveles de deuda soberana.
¿Qué ha revelado la pandemia y la crisis económica respecto al modelo de acumulación de la región? ¿Qué enfoque debe orientar la recuperación latinoamericana y a qué escala debe concebirse e implementarse?
Sabrina Fernandes
La pandemia ha revelado que las clases capitalistas del continente no tienen ningún pudor en su ánimo de maximizar sus lucros cuando la población más pobre vive el riesgo diario de morir, sea de hambre o de COVID. Con el aumento de la informalidad del empleo y de la pobreza, esperamos que las organizaciones de izquierda en todo continente perciban de una vez por todas que el actual modelo de desarrollo nos mantiene vulnerables y que no es posible derrotar a la derecha sin políticas más radicales.
Nuestra historia es una historia de golpes e intervenciones imperialistas. La memoria del ataque a Salvador Allende, por ejemplo, sigue viva a modo de aviso melancólico de que «no podemos demandar mucho». Ese es un camino peligroso de aceptación del sistema capitalista. Pero entonces, ¿qué hacer? Primero, comprender que la burguesía se fortalece cuando puede gobernar tanto con la derecha como con la izquierda. El golpe contra el gobierno de Dilma Rousseff, en ese sentido, fue un golpe doble: vino de afuera (como sabemos, por la influencia de EEUU) pero también de dentro, de los mismos grupos aliados de los gobiernos de Dilma y de Lula un poco antes.
Por otro lado, es necesario convencernos de que los gobiernos de izquierda deben invertir mucho más en un proyecto de cambio ecológico como fuerza para la creación de nuevos empleos, en una red lo más autónoma posible de energía, así como en los caminos para una reforma agraria agroecológica. Las inversiones deben ser públicas, estatales o comunitarias: muy diferentes de los acuerdos desarrollistas, que estimulaban proyectos de 20 o 30 años de lucro para corporaciones que ni siquiera aseguran un buen servicio.
Para que la recuperación no sea más que un nuevo paquete de estímulos económicos en el capitalismo, las organizaciones sindicales deben ser incluidas en el proceso de planeamiento, así como la comunidad de profesores e investigadores deben opinar sobre cambios importantes en los contenidos de las universidades y de la dirección de investigación y desarrollo tecnológico. Y esa inversión con dinero público debe incluir también a las comunidades, ya que ellas son más aptas para saber si el problema local de hambre se soluciona mejor con jardines comunitarios o más comida en la escuela de los niños.
EG
La crisis actual se superpone sobre varias crisis que ya estaban en marcha en 2019 y antes. A su vez, si bien hay semejanzas, también las diferencias entre los países son muy importantes. No es lo mismo lo que ocurre, por ejemplo, en Brasil, que lo que sucede en Chile, en México o en Colombia. Tras esa advertencia, puede decirse que se observan distintos grados de colapso, derrumbe o miserias en la política y en el papel de los gobiernos. En unos casos eso es extremo, como se observa con la inacción y autoritarismo de Jair Bolsonaro en Brasil. Sin llegar a ese nivel, otras situaciones son también dramáticas; es el caso, por ejemplo, de Perú, en donde mientras avanzaban los contagios se derrumbaba la política de partidos.
Los progresismos estuvieron repletos de claroscuros. Tuvieron avances, estancamientos y retrocesos dentro de cada sector. [Eduardo Gudynas]
En esa desesperación, los gobiernos recurren otra vez a los extractivismos como vía para paliar la crisis económica. Todos los países de América del Sur, sin excepción, intentan aumentar sus exportaciones de materias primas y al mismo tiempo sumar nuevos sectores (como la minería de litio o la expansión de los monocultivos transgénicos).
RRG
La pandemia del COVID-19 exige un cambio radical en los sistemas alimentarios de carácter agroindustrial, única manera de reducir o eliminar la posibilidad de nuevas zoonosis. Esto fue advertido hace mucho tiempo por los movimientos ecologistas. Asimismo, la importancia del rol de las mujeres en la reproducción de la vida ha sido parte de las luchas de los movimientos feministas. Más aún: todo el modelo de relación entre los seres humanos y la naturaleza debe transformarse, porque es el imperativo de la acumulación el que ha conducido a la depredación del entorno y a los desequilibrios ecológicos que permiten la pandemia actual.
Si bien la región tiene que consolidar un Estado de bienestar que ponga por delante lo público y lo común frente a lo privado o lo mercantil, conseguirlo no conduce a superar los problemas que plantea la pandemia. Dejar de ser «periferia» y conseguir ser parte del «centro» no es la solución para los países de nuestra región. Europa, siendo el continente con mayores niveles de bienestar del mundo, no ha escapado a los impactos de la pandemia.
El objetivo debe pasar por construir alternativas al desarrollo. Porque el desarrollo tal cual lo conocemos nos lleva a profundizar la crisis sanitaria, y este tipo de amenazas se volverán cada vez más frecuentes en el mundo.
Más allá del momento de la recuperación, ¿cuál es el horizonte político de la izquierda? Si entendemos la pandemia del COVID-19 como la primera gran crisis ecológica a escala mundial, ¿será que llegó la hora de un paradigma que aborde de manera más explícita los problemas –entrelazados– de la extracción de recursos, el daño ecológico y el cambio climático? En otras palabras, ¿es hora de avanzar del «socialismo del siglo XXI» hacia la discusión sobre el ecosocialismo, sobre un nuevo pacto ecosocial, una economía democrática verde o alguna otra formulación? ¿Cómo definen su visión de una alternativa radical al modelo económico imperante, y cómo creen que se podrían articular las conexiones fundamentales entre la economía y la naturaleza?
SF
Vivimos en un momento frágil de la izquierda revolucionaria, y la derecha sigue avanzando sobre nuestro continente. No podemos simplemente esperar al momento de la revolución, porque el riesgo de llegar demasiado tarde es grande. Un gran pacto eco-social o un nuevo acuerdo verde, cualquiera sea el nombre de un proyecto serio de descarbonización arraigado en la justicia social, debe ser parte de la construcción del ecosocialismo en América Latina.
Pero un pacto no será suficiente, y los ecocapitalistas lo saben e intentan apropiarse de las discusiones sobre la inversión y las políticas alrededor de ello. Entonces la tarea es empujar medidas de descarbonización enfocadas en el sector público junto con un proyecto de autonomía energética e inversión tecnológica. Un nuevo ciclo progresista podría ser capaz de hacerlo. La izquierda más radical debe partir de esa base para trabajar sobre las consciencias de la clase trabajadora rumbo a una ruptura secular. Y solo el ecosocialismo presenta la posibilidad de una síntesis entre los debates del posextractivismo, la descarbonización, el derecho a la ciudad, al buen vivir, el ecofeminismo, la soberanía y el internacionalismo, el antirracismo y el decrecimiento, para que el socialismo del siglo XXI sea más que una expresión y se transforme en una realidad concreta.
RRG
Los paradigmas no nacen de grandes think tank, sino de luchas históricas, de procesos democráticos, de resistencias creativas. Pero se necesitan marcos de análisis que acompañen y otorguen herramientas para esas grandes disputas civilizatorias. En Ecuador, en un movimiento constituyente entre 2007 y 2008, el pacto social que se denominó «del buen vivir» o Sumak Kawsay surgió del intelecto social colectivo. Desde mi perspectiva, esta propuesta va más allá del denominado «socialismo del siglo XXI» e incluso del ecosocialismo: es una propuesta nacida de un amplio proceso constituyente.
Se trata de una propuesta de cambio social epistémico y es, retomando lo anterior, una alternativa social al desarrollo. No surgió de ninguna cabeza, de ningún think tank. Tiene sus raíces en un frente social antineoliberal que fue canalizado en un proceso constituyente, el cual se nutrió de los saberes ancestrales de pueblos originarios, del feminismo, de la economía social y solidaria, del ecologismo, de las luchas de los estudiantes, de las clases medias, de los pobres, etc. Este marco analítico plantea que el concepto del «buen vivir» o vivir bien debe ser leído desde lo que consagra el pacto de convivencia firmado por los ecuatorianos en la Constitución de 2008. Algo similar sucedió en Bolivia, en tanto se construyó un proceso constituyente con paradigmas alternativos.
Las políticas públicas, por supuesto, no surgen en el vacío ni son concedidas libremente por élites políticas. Los Estados son condensaciones de la lucha de clases, y las políticas que promulgan reflejan el equilibrio de poder imperante en la sociedad en general. Dadas sus respuestas anteriores, ¿cómo podría producirse tal cambio de paradigma? ¿Qué actores colectivos, fuerzas de clase y movimientos sociales están preparados para actuar como protagonistas en la próxima batalla por el modelo de recuperación económica y social, y más allá? ¿Qué alianzas y bloques podrían reunir a grupos distintos en una fuerza con potencialidad hegemónica, capaz de transformar el modelo de acumulación imperante?
RRG
Un problema gravitante en estas dos décadas del siglo XXI es que en América Latina se ha dado un proceso de desindustrialización con la transición a una sociedad centrada en el sector de servicios, muchas veces deslocalizados (esto en el marco de una economía heterogénea, informal, con altos niveles de subempleo). Esto complejiza mucho más la lógica de acción colectiva alrededor de las luchas por un trabajo digno.
Hace un par de semanas leí un tuit que, siguiendo a Chico Mendes, decía: «el ecologismo sin lucha de clases es jardinería; el feminismo sin lucha de clases es la guerra de los sexos; el anticolonialismo sin lucha de clases es (potencial) fascismo». Claro está que la lógica también debe ser leída al revés; es decir, no se debería pensar lucha social sin lucha feminista, ecologista o poscolonial, como tampoco ecologismo sin lucha feminista, etc. Lo que se necesita es la convergencia de todas estas luchas sociales. La forma que adopte la convergencia depende de cada contexto: en Argentina, por ejemplo, viene protagonizada por los trabajadores y las mujeres; en Ecuador, ahora, por el movimiento indígena. Y estos sectores deberán articular con los movimientos políticos que disputan electoralmente el Estado, porque la contienda debe ser tanto en el ámbito social como estatal.
ML
Actualmente, pienso que las fuerzas mas activas en la lucha por un cambio de paradigma en América Latina son la juventud, las mujeres, los campesinos y las comunidades indígenas. Movimientos como Vía Campesina cumplen un papel muy importante, porque procuran asociar la lucha campesina por la tierra con una perspectiva ecológica. Y las comunidades indígenas están en la primera línea del combate al extractivismo, en defensa de los bosques y los ríos. «¡Agua sí, oro no!» es la consigna de campesinos e indígenas de Perú en contra de la minería de oro que envenena los ríos. Muchas veces son las mujeres las más activas en estas movilizaciones, incluso a costa de sus propias vidas, como Berta Cáceres en Honduras.
Sin embargo, no lograremos crear una fuerza hegemónica capaz de romper con el modelo dominante sin el apoyo de la clase trabajadora, del proletariado del campo y de la ciudad. Necesitamos también incluir a los intelectuales, a los artistas, a los cristianos de la liberación y a la masa del «pobretariado», los excluidos del sistema. La tarea fundamental de la izquierda socialista es organizar este bloque de clases y capas sociales. Y hacerlo desde abajo: en los barrios, las fábricas, las escuelas, el campo, los bosques. Comenzando por demandas concretas e inmediatas, como el no al pago de la deuda externa, la reforma agraria, etc., pero tratando de dar impulso, en el mismo movimiento, a una dinámica antisistémica, anticapitalista.
Por último, ante la posibilidad de un nuevo súper-ciclo de commodities y con el retorno de varios gobiernos progresistas, ¿qué consejo ofrecerían a los gobiernos de izquierda o centroizquierda –tanto actuales como futuros– de la región? ¿Cómo deberían orientarse en un contexto de crisis multidimensional, en el que otro auge de los commodities puede traer consigo una mayor presión para expandir la frontera agrícola y extractiva? ¿Cómo podrían cambiar sus economías nacionales para hacer una transición hacia la energía renovable, una mayor protección social, una agricultura regenerativa y otras alternativas económicas al extractivismo? ¿Se podría financiar una transición de este tipo? ¿Es posible forjar un camino en este sentido sin la coordinación de los gobiernos de todo el Sur Global para poner fin al régimen de deuda y austeridad impuesto por las instituciones financieras?
SF
Si no hay socialismo en un solo país, tampoco puede haber ecosocialismo, dado que este reconoce que para la naturaleza no hay fronteras. Por otro lado, es peligroso que el progresismo vea un nuevo superciclo de commodities como una ventana de posibilidad para más inversión en los sectores extractivistas, en colaboración con los grandes capitalistas.
No debemos abandonar nunca la lucha por distribución justa de la propiedad de tierra y los derechos originales y tradicionales a los territorios. Los gobiernos de izquierda deben comenzar por arreglar la enorme desigualdad en el acceso a la tierra si realmente quieren evitar que el superciclo resulte en más concentración de riquezas y bienes. Y eso también se relaciona con la discusión sobre el mercado financiero y el papel que cumple en garantizar ganancias con las commodities, cuando las diferencias en el precio y las barreras de competición ponen a los trabajadores rurales en riesgo.
Pero hay otra cosa que necesitamos discutir: por qué la transición hacia energías renovables es tan importante. Toda producción energética a gran escala tiene impactos ambientales y sociales. Nuestra tarea es minimizar los impactos atendiendo a las demandas de las comunidades amenazadas. No es posible pensar –como creen algunas de las grandes potencias económicas hoy– que se trata simplemente del crecimiento y desarrollo económicos, pero ahora con renovables. Así se olvidan los impactos que el sistema extractivista industrial tiene incluso cuando se trata de inversiones en tecnología verde.
Para algunos de esos gobiernos, la búsqueda de litio y otros minerales ya es vista como una nueva oportunidad de crecimiento. En Bolivia, Luis Arce ha dicho desde su campaña que aspira a hacer del país una gran potencia solar con su propio litio. Declaraciones como esas no tienen en cuenta los límites del litio boliviano, las demandas de protección ambiental en el área y el gran desafío de transferencia tecnológica. Explotar el litio y exportarlo sin acceso directo a la tecnología no redunda en el desarrollo verde de Bolivia sino en el de los otros, sea la Unión Europea o China.
ML
No hay «receta milagrosa» para salir de los impases de la crisis actual. Pero hay algo que queda en claro: los gobiernos progresistas no tomarán el camino de un cambio de paradigma si no hay una presión social y política «desde abajo» que los conduzca a hacerlo. Es por eso que la tarea prioritaria de los ecosocialistas pasa por la organización del movimiento, la alianza de clases y grupos sociales interesados en un cambio radical.
Pero para eso no podemos sentarnos a esperar que se unan todos los gobiernos del Sur Global. Con uno o dos gobiernos más avanzados, que sirvan de ejemplo y estimulen otras experiencias, ya habremos dado un gran paso hacia el objetivo final: una agenda latinoamericana de cambio de paradigmas, capaz de crear una relación de fuerzas a nivel continental.
—-
NOTA
Sabrina Fernandes es doctora en Sociología por la Universidad de Carleton (Canadá). Eduardo Gudynas es investigador en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES). Michael Löwy es director de investigaciones del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS). René Ramírez Gallegos es economista, fue Secretario de Educación, Ciencia y Tecnología del Ecuador, durante el gobierno de Rafael Correa.
Fuente: Lahaine.org