BOLETÍN AMP 271- ENERO 2022
COOPERACCION
El derrame de petróleo frente a las playas de Ventanilla ha tenido un fuerte impacto en la opinión pública. Son varios los factores que han hecho que esto ocurra: en primer lugar, la magnitud del hecho -se habla del mayor derrame de petróleo de la historia del país-; la reacción inaceptable e indignante de la […]
El derrame de petróleo frente a las playas de Ventanilla ha tenido un fuerte impacto en la opinión pública. Son varios los factores que han hecho que esto ocurra: en primer lugar, la magnitud del hecho -se habla del mayor derrame de petróleo de la historia del país-; la reacción inaceptable e indignante de la empresa Repsol, responsable del desastre; y también, hay que decirlo, el hecho de que el derrame se haya producido frente a la zona marino costera de Lima y Callao, muy cerca de todos los reflectores y no, como muchas veces ocurre, en una zona apartada.
Como se ha recordado en estos días, lamentablemente los derrames no son acontecimientos excepcionales en nuestro país: entre el 2000 y 2019 se han producido 474 derrames de petróleo, sobre todo en la Amazonía y, según el portal Convoca, en tiempos de pandemia han ocurrido 14 derrames, sin contar los de las últimas semanas.
Ya sea por hidrocarburos, derrames o colapsos de algún tipo de componente operativo de otra actividad extractiva, como la minera, el comportamiento de las empresas involucradas parece ser el mismo: tratan de ocultar o minimizar lo ocurrido, pese a que esa decisión puede afectar gravemente a poblaciones y ecosistemas, porque seguramente para las empresas, Dios (y el Estado peruano) perdona el pecado pero no el escándalo.
Algunos ejemplos: hace unos años -para ser más exactos, el 2 de junio del año 2000- se produjo el derrame de 151 kg de mercurio metálico, lo que afectó a más de un millar de campesinos en la localidad de Choropampa. En medio de una total desinformación sobre los graves riesgos que podía ocasionar el mercurio derramado, según un informe de la Defensoría del Pueblo[1] se comprobó que la empresa Minera Yanacocha hizo una oferta pecuniaria “para tratar de recuperar dicho producto tóxico, lo cual generó que no se sigan las recomendaciones que efectuara la Dirección Regional de Salud para su manipulación, incentivando que muchos pobladores con el afán de obtener algo de dinero, manipularan el mercurio sin las debidas condiciones de seguridad”. Por supuesto, la información de lo que había pasado en Choropampa no llegó de manera oportuna a los organismos públicos competentes.
En el caso del derrame de crudo en las playas de Ventanilla, vemos el mismo patrón de comportamiento. Hemos pasado de una primera versión de la empresa, el 15 de enero, de un derrame de 0.16 barriles de petróleo a 6 mil barriles en los días siguientes, con un impacto hoy en día, en 1´186,966 metros cuadrados de mar. Además, el Organismo Supervisor de la Inversión en Energía y Minería (Osinergmin) ha comenzado a desbaratar las versiones de Repsol, que atribuía el hecho a la erupción volcánica en Tonga y el oleaje anómalo: para los especialistas del Osinergmin, el derrame de petróleo se habría ocasionado por la ruptura de la conexión entre el tanquero Mare Doricum y el Terminal Multiboyas N°2, y todo indica que la empresa habría buscado eludir su responsabilidad.
¿Pero estos derrames recurrentes se pueden seguir llamando accidentes? En un reciente artículo, Eduardo Gudynas señala que no lo son y que son consecuencias inevitables de este tipo de actividades: “En el sector petrolero no existen emprendimientos que sean a prueba de pérdidas o derrames. Lo que puede lograrse con una adecuada gestión tecnológica y una mejor vigilancia es reducir la frecuencia de esos eventos, permitir una rápida respuesta para acotar el volumen que afectará el ambiente, y mejorar las medidas para limpiar los sitios afectados. Esta condición se repite en muchos emprendimientos de alta complejidad, como la explotación petrolera en selvas o mares, o la megaminería”. Concluye la idea señalando que “podrán ser más o menos frecuentes, más o menos graves, pero siempre estarán allí”.
Por lo tanto, estas actividades, hidrocarburos, minería, entre otras, son de alto riesgo, y deben ser reguladas de manera eficaz por el Estado. No hay que olvidar que desde diferentes grupos de interés, desde hace un buen tiempo, se ha buscado debilitar la institucionalidad ambiental: por ejemplo, la Ley 30230 -el denominado paquetazo ambiental del año 2014- puso en la congeladora al Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental (Oefa) y debilitó su capacidad sancionadora. Además, empresas integrantes de la Sociedad Nacional de Minería, Petróleo y Energía quisieron traer abajo el aporte por regulación[2] que deben pagar a las empresas para que organismos como el Oefa se puedan sostener.
Una de las lecciones de este desastre ecológico es que en el Perú tenemos mucho por hacer para desarrollar la regulación e institucionalidad ambiental y, al mismo tiempo pensar en los escenarios de transición del esquema extractivista predominante que, como hemos vuelto a comprobar, es profundamente depredador.
[1] Informe Defensorial N°62. Diciembre 2001.
[2] El Aporte por Regulación (APR) es una contribución destinada al sostenimiento institucional de los organismos reguladores, aplicado a las empresas y entidades bajo su regulación según lo establecido en la Ley N° 27332, Ley Marco de los Organismos Reguladores de la Inversión Privada en los Servicios.