En el libro “En Honduras defender la vida es un pecado” (2017) documento la oposición a la minería en Honduras, un país al borde de un “auge minero”, producto de la aprobación de la nueva Ley de Minería en abril del 2013, y que tiene registrada la tasa de asesinatos de defensores de tierra y medio ambiente más alta de Latinoamérica y el mundo: una cifra que es poco probable que cambie sin cambios políticos anteriores.
La publicación es el resultado de un trabajo de investigación colaborativa con la ONG hondureña ASONOG –una ONG que brinda asistencia a comunidades afectadas por la minería, y comunidades que defienden su territorio contra la imposición de proyectos extractivos–. El trabajo de campo principal fue llevado a cabo durante 6 meses en el 2013, meses después de la aprobación de la Ley de Minería, como investigación de tesis de maestría en Estudios de Desarrollo Internacional de la Wageningen Universidad, Países Bajos. Durante y después de tres otras visitas a Honduras entre el 2014 y el 2016, el texto fue adoptado y actualizado para su eventual publicación en español en 2017, producto de una campaña de crowdfunding apoyado por el Dr. Carlos Sandoval de la Universidad de Costa Rica (UCR).
En tiempos coloniales Honduras era un productor importante de minerales, pero la importancia del sector minero se disminuyó considerablemente después de la independencia. El Huracán Mitch, que devastó Honduras en el año 1998, fue utilizado al estilo ´doctrina de choque´ para aprobar una primera ley minera neoliberal, que dio lugar al establecimiento de las primeras minas industriales a cielo abierto en el país: la mina San Andrés en el departamento de Copán, y la mina San Martín en el departamento de Francisco Morazán, ambas de propiedad canadiense. Los problemas asociados con estas dos minas, como la pérdida de tierras para la agricultura y más importantemente la contaminación del agua asociada con la lixiviación de cianuro y sus impactos de salud, abrieron el paso para el nacimiento del movimiento antiminero en el país.
Considero la actual agresiva expansión de la industria minera como un empujón de la frontera de recursos (Bunker, 2003), un modelo de desarrollo extractivista que implica, en las palabras de Bridge (2004, pp.11), la acumulación por despojo: la mercantilización y privatización de recursos naturales como aguas y tierras; expulsión forzada de comunidades campesinas de sus territorios comunales; transformación de varias formas de derechos de propiedad común en regímenes exclusivos o privados; y supresión o negación de formas alternativas de producción.
El discurso principal del movimiento anti minero hoy es sencillo, pero poderoso: podemos vivir sin oro, pero no podemos vivir sin agua. ¡Sí a la vida, no a la minería! Este movimiento, cuyo discurso sobre la importancia del acceso al agua no contaminada como requisito para la vida resuena fuertemente en las comunidades rurales, ya que dependen del acceso al agua para la continuación de sus modos de vida, tuvo unos logros importantes en los años 2000. A través de movilizaciones masivas, el movimiento impidió la instalación de una mina canadiense a cielo abierto en el departamento de Ocotepeque en el año 2004. Con evidencias sobre graves impactos de salud – presencia de metales pesados en la sangre de habitantes del Valle de Siria – logró el cierre de la mina San Martín y la salida de la empresa Goldcorp de Honduras. Finalmente, a través de batallas legales y bloqueos de carreteras principales, lograron el declaratorio de inconstitucionalidad de varios artículos críticos de la Ley Minera por parte de la Corte Constitucional en el 2006, y convencieron al presidente Manuel Zelaya decretar un moratorio sobre nuevas concesiones mineras en el 2008.
El golpe de Estado de junio del 2009, que expulsó al presidente Zelaya y que restauró el poder al Partido Nacional, de ideología derecha y conservadora, deshizo los avances del movimiento antiminero durante un periodo en el cual el movimiento perdió fuerza. En el contexto de una política agresiva de comercialización de recursos naturales, el nuevo gobierno comenzó a otorgar nuevas concesiones mineras, y aprobó una nueva ley minera en el 2013, nuevamente con el objetivo de convertir Honduras en un país minero.
La nueva política minera generó, y sigue generando, una situación de conflictividad socio-ambiental considerable en los territorios. Debido a la falta de políticas para lograr un diálogo con el Gobierno central desde el golpe de Estado, el movimiento antiminero se ha enfocado en la búsqueda de oportunidades a nivel local, motivando a las comunidades a declarar sus municipios libres de minería a través de cabildos abiertos. A su favor, la ley minera contempla que los proyectos mineros requieren el consentimiento de la población local a través de una consulta. En contraste, la industria extractiva y el Gobierno central no tienen este nivel de éxito al intentar convencer a las poblaciones locales de los potenciales beneficios de la minería, aunque argumentan que la minería contribuye al desarrollo y el alivio de la deuda, y combate la inseguridad en el país a través de una tasa de seguridad, que implica que una tercera parte de las regalías del sector minero está destinado para las fuerzas de seguridad del Estado, con lo cual se creó la Policía Militar en el 2013.
Sucesivamente, donde medidas legales no logran obtener el consentimiento de las comunidades para proyectos mineros, frecuentemente se empuja la “frontera extractiva” a través de la criminalización de oponentes y la amenaza de violencia. Para comenzar, la tasa de seguridad crea vínculos perversos entre el sector minero, la policía y el ejército, fuerzas que operan para reprimir la protesta social en contra de las empresas. Líderes comunitarios enfrentan cargos penales como respuesta a la organización de bloqueos o manifestaciones, y varios activistas antimineros han sido asesinados en el contexto de su lucha, con el objetivo de reprimir e impedir la movilización social. En particular, el asesinato de Berta Cáceres, una mujer internacionalmente reconocida por su lucha en pro de derechos humanos y medio ambiente, ha contribuido a un ambiente general de temor.
Este grado de represión y violencia revela un Estado cuyas instituciones, en vez de representar a su ciudadanía para el bienestar de todos, han sido capturados por intereses particulares de empresas legales o intereses ilícitos. Mejorar esta situación requiere un cambio político drástico y urgente, pero eso no será posible sin un cambio social previo. Cada vez más hondureños están conscientes, tanto de sus derechos como de la corrupción del gobierno, pero lograr un cambio político significativo sigue siendo un reto para el país.
Fuente, Nómada
Fuente:http://movimientom4.org/2018/08/en-honduras-defender-la-vida-es-un-pecado/