A mediados de marzo, integrantes de más de 20 pueblos indígenas, junto con comunidades campesinas, organizaciones y colectivos provenientes de 23 estados del país se encontraron en la Ciudad de México, y a partir de sus propios testimonios construyeron un mapa de las amenazas que enfrentan sus territorios.
Para los pueblos indígenas la tierra tiene connotaciones particulares, que la hacen formar parte de algo mayor llamado territorio. El territorio es un espacio físico totalizador, construido colectivamente en una relación de reciprocidad con la naturaleza, que incluye las funciones productivas de la tierra, pero también el concepto de tierra natal, cultura, religión, sitios sagrados y ancestros, ambiente natural, agua, bosque, minerales.
En México, los pueblos indígenas tienen derechos agrarios sobre las tierras que ocupan bajo la forma de ejidos o comunidades agrarias. Por varias décadas, la tenencia social de la tierra –que abarca la mitad de la superficie del país– obstaculizó el avance de distintos proyectos, pero a partir de las reformas a las leyes energéticas y extractivas de 2014, promovidas por el presidente Peña Nieto y aprobadas por las cámaras de diputados y senadores, el despojo de los territorios indígenas y campesinos está legalizado. En sentido contrario a la demanda de autonomía como libre determinación de los pueblos indígenas, el Estado realizó una profunda contrarreforma agraria a favor de las empresas trasnacionales. Las causas del despojo pueden ser también megaproyectos de infraestructura, o el acaparamiento de tierras y aguas por la agroindustria.
Las empresas disputan a los pueblos el destino de sus territorios y bienes naturales, mediante una guerra de exterminio, y han tenido un efecto devastador en el campo mexicano. El mapa de los conflictos socioambientales resultado del encuentro es sólo una muestra representativa de la violencia que ha generado este modelo.
En el noroeste, la disputa es por el agua, entre la población y empresas como Constellation Brands y Driscoll’s, que producen cerveza y fresas para exportación en el desierto. La lucha del pueblo yaqui contra el Acueducto Independencia que desvía el agua de su río para ser utilizada en las ciudades de Hermosillo y Obregón es emblemática. En Chihuahua, el pueblo rarámuri se opuso a la construcción de un aeropuerto, al cruce de un gasoducto y a la tala de sus bosques y triunfó jurídicamente. En Coahuila, los campesinos rechazan el establecimiento de un basurero tóxico. En San Luis Potosí, la minera San Xavier destruyó el Cerro de San Pedro a pesar de que la sociedad civil había ganado el juicio en su contra.
Los totonacos y chontales de Veracruz y Tabasco refieren la contaminación de sus tierras y agua por la explotación de petróleo. La construcción de la hidroeléctrica Las Cruces, en Nayarit, amenaza con inundar a comunidades coras. Los wixarikas defienden sus territorios sagrados de la minería y las presas.
Los jóvenes jornaleros de Jalisco viven un sistema de peonaje acasillado moderno trabajando para los emporios agroindustriales. Los nahuas de Colima resisten contra la minería. Los nahuas de Michoacán se organizan y defienden contra la violencia y el despojo de sus bosques. Los purépechas lograron detener a los talamontes, que son parte de la economía criminal, y recuperar sus bosques y organización comunitaria. En Guanajuato, la población defiende su derecho al agua acaparada y contaminada por la agroindustria y la industria automotriz.
En Guerrero, los me’phaa impidieron el decreto de una reserva de la biósfera y triunfaron en contra de las concesiones mineras en su territorio. El Consejo de Ejidos y Comunidades Opositoras a la Presa La Parota ha impedido su construcción durante 15 años, a pesar de la enorme represión en su contra. Los pueblos de La Montaña se protegen de la inseguridad y violencia que campea en el estado haciendo uso de sus estructuras e instituciones comunitarias. En Oaxaca, los zapotecos, mixes, mixtecos, chontales y zoques resisten en contra de las concesiones mineras que pretenden invadir sus territorios. Los chinantecos se oponen a la contaminación y destrucción de sus ríos por la construcción de presas hidroeléctricas. Los mixtecos, chatinos y afrodescendientes defienden el río Verde y se oponen a la construcción de la presa Paso de la Reina. Los ikoojts y los zapotecos luchan contra las empresas eólicas.
Comunidades tepehuas, nahuas, otomíes y totonacas de Puebla e Hidalgo se organizan y oponen al gasoducto Tuxpan-Tula. Los nahuas y totonacos organizados en la Tosepan Titataniske resisten en contra la instalación de una hidroeléctrica en el río Apulco, y de la explotación minera y de hidrocarburos.
En Chiapas, la minería destruye el tejido social, mientras los pueblos tzeltal, chol, lacandón y chuj, pierden el control sobre sus bienes naturales y territorios por la política de conservación. Los mayas de la Península de Yucatán se enfrentan a la invasión de los cultivos y ganadería industriales como la soya transgénica o las megaexplotaciones de cerdos y pollos, pero también a los parques eólicos.
El despojo y saqueo de los territorios indígenas en todo el país ha propiciado el aumento de la violencia y la represión, pero los pueblos originarios han decidido mantenerse en resistencia permanente y utilizar la fuerza de la comunalidad para defender sus territorios e identidad.
*Directora del Centro de Estudios para el Cambio en el Campo Mexicano (Ceccam)