Muchos comentaristas han alabado la reciente encíclica del Papa Francisco, Laudato Si’ por centrarse en temas relacionados con el cambio climático y la destrucción del medio ambiente, si bien no evita mencionar el nombre de los responsables directos: el capitalismo global y los mercados que lo sostienen. No debe sorprender que la encíclica haya recibido críticas de parte del sector privado, el cual cuestionó la legitimidad del Papa para opinar sobre algo que dicho sector percibe como un tema científico, técnico y, por encima de todo, económico. No obstante, el impacto del capitalismo en los cuerpos, ecosistemas y formas de vida forma parte, sobre todo, de un raciocinio biopolítico, que también es moral. Esto es por demás evidente en los debates que ocurren en Perú en torno a las economías neo-extractivistas, donde se enuncian preocupaciones sobre la “vida en sí misma” (Rose 2006): el agua, la tierra y los diversos medios de subsistencia necesarios para el bienestar de cuerpos humanos.
Cuando la encíclica llegó a Perú –un país fundamentalmente católico–, aquellos que defienden el neo-extractivismo se vieron frente a una disyuntiva ética: ¿cómo conciliar la ética proclamada por el Papa con la suya propia? Varios decidieron no tomar ese camino. En lugar de ello, importantes figuras del ámbito económico buscaron minimizar la condena del Papa al capitalismo extractivo, lo cual fue registrado por el periodista norteamericano Justin Catanoso (Catonoso 2015a, Catonoso 2015b, Catonoso 2015c). Elena Conterno, presidenta de la Sociedad Nacional de Pesquería, y católica practicante, manifestó: “Esto me hace enojar. […] Hay una visión pesimista de empresarios, inversores y líderes económicos” (Catonoso 2015a). El economista (no católico) Richard Webb, con estudios en Princeton, le dijo a Catanoso sobre la encíclica: “Creo que es muy poco realista y fundamentalmente emotiva. Desconoce cómo funciona el mundo económico.” (Catonoso 2015a, 2015c).
¿Cómo podemos contextualizar esta opinión displicente y generalizada de la clase empresarial peruana? De primera instancia parecería que la amonestación papal hacia el capitalismo sobre el bienestar del planeta y la redistribución monetaria claramente entra en conflicto con la mentalidad neoliberal desarrollista de las élites económicas limeñas. Sin embargo, considero sus respuestas mordaces como un reflejo de algo más específico sobre la política medioambiental peruana y el rol de la Iglesia Católica. En Perú, ciertos miembros de la Iglesia juegan un rol importante en la política medioambiental, tanto para revertir la evaluación moral que normaliza el daño humano y no humano causado por la extracción a gran escala de recursos naturales así como para legitimar proyectos científicos alternativos que socavan la lógica biopolítica sobre la cual descansa la industria extractiva.
Desde la privatización de las industrias extractivas en Perú a finales de la década de 1990, la creciente inversión extranjera en la industria minera ha permitido tener un balance económico favorable, incluyendo un rápido crecimiento económico y la reducción de la pobreza (World Bank 2015), pero también un dramático repunte de lo que se ha denominado “conflictos socio-ambientales”(Defensoría del Pueblo 2015). Dichos “conflictos” se manifiestan de manera familiar en América Latina –protestas coordinadas, campañas en los medios de comunicación, marchas y bloqueos– así como a través de la comprobación científica de contaminación química y exposición humana. Dichos estudios de “bio-monitoreo” solo cuantifican la exposición humana a la contaminación; haciendo necesario un trabajo ético y político para que estos números se conviertan en acciones concretas.
Los proyectos anti-extractivistas son por ello, proyectos biopolíticos. Al documentar de manera científica la exposición humana a los residuos minerales de prácticas extractivas (plomo, mercurio, arsénico, cadmio y otros) y categorizar estos últimos como tóxicos, se brinda un mapeo biopolítico de los grupos humanos y las ecologías que los sostienen. Esta documentación, sin embargo, no revela cómo “traer a la vida” la definición de gobernanza biopolítica planteada por Michel Foucault. Los mapas de toxicidad de plomo revelan el lado oscuro del bien conocido axioma de Foucault, dando a conocer al grupo de población desechable a la que se “deja morir” (1997, 254, c.f. Fassin 2009). Estos proyectos alternativos de generación de conocimiento y el activismo que enuncian, subvierten las lógicas biopolíticas y el conocimiento experto que normaliza las exposiciones a los químicos como eventos esporádicos y desafortunados, pero necesarios y parte de la realidad material de la economía extractiva.
Los proyectos de resistencia anti-extractivista son complejos y heterogéneos, e incluyen actores que se identifican como grupos indígenas; campesinos; ONGs e instituciones locales, nacionales y transnacionales; políticos; chamanes; científicos locales y extranjeros; redes de misioneros internacionales; defensores de los derechos humanos; y otros más. Al interior de las redes de dichos proyectos políticos, los personajes religiosos, particularmente los curas católicos, juegan un rol fascinante, ocupando posiciones importantes de liderazgo y legitimidad social. El más famoso de ellos es quizás Marco Arana, un sacerdote de la región de Cajamarca—y recientemente elegido congresista por el partido de izquierda Frente Amplio—ubicada en la sierra norte del Perú, quien se convirtió en una de las figuras más visibles de la lucha contra el Proyecto Conga, una extensión de la enorme mina Yanacocha, administrada por la no menos gigantesca compañía norteamericana Newmont (Li 2015, Welker 2014).
El movimiento anti-Conga ha impedido que el proyecto opere desde 2012 y continúa desafiando la creencia en la minería extranjera como una fuente de perpetuo crecimiento económico. La eficacia del movimiento revela el poder de la población local en rechazar un compromiso con el Estado bajo la figura del “diálogo” –en el cual las comunidades afectadas tienen poca injerencia– y la aparente inevitabilidad del discurso desarrollista basado en el extractivismo. Dentro de su estrategia de acción, sacerdotes como Arana sirven para traducir el habla, los intereses y las relaciones locales a un lenguaje legible a la política y ética nacional, tales como el derecho al agua y lo “sagrado” de la tierra. Pese a que no es inmune a la difamación y la crítica, considero que personajes como Arana contribuyen a consolidar la legitimidad ética de estos proyectos. Al articular nociones de lo “sagrado” y las propiedades vitales del agua, utiliza con acierto un registro ético que no solo apela a la simpatía por la izquierda de parte del grupo liberal que ocupa posiciones con cierto poder, sino que reduce la capacidad de reprimir o ignorar las demandas o rechazos de la política anti-minera por parte de los políticos conservadores y de la industria (Li 2013, 2015, de la Cadena 2010, 2015). El basar estas luchas dentro de un ethos católico por la vida, complica el vocabulario político que repudia las corrientes anti-extractivistas relacionándolas con el atraso y la ignorancia.
Un caso que conozco de manera más cercana es el de la contaminación de la ciudad de La Oroya en los Andes centrales y que se encuentra rodeada por el Valle del Mantaro en la Región Junín. Desarrollé trabajo etnográfico siguiendo el proyecto científico llamado Mantaro Revive, principalmente durante el 2012. Entre 2007 y 2012 este grupo de expertos en salud pública, gobierno y ciencia con sede en la capital regional (Huancayo), se dedicó a documentar la contaminación de modo científico con el propósito de influir en la política minera de la región. Además de ser un proyecto científico, el Proyecto Mantaro Revive fue también una empresa católica. Muchos de sus empleados eran fervientes católicos, y sus oficinas y laboratorios se encontraban en el edificio del Arzobispado en Huancayo, siendo Mantaro Revive el resultado de una comisión pública medioambiental organizada por el Arzobispo en persona (La Mesa de Diálogo Ambiental). La unión de practicantes y prácticas científicas, políticas y religiosas no es una coincidencia y refleja más bien las importantes circunstancias socio-históricas que rodean dicho proyecto.
La Oroya es un caso emblemático de contaminación en Perú. Construida en 1922, la fundición ha refinado residuos minerales de minas aledañas por décadas, transformando el entorno físico y estableciendo un centro económico regional. Mientras la primera etapa de la fundición llevó a la ruina la agricultura local (Mallon 1983), el impacto de la contaminación en la población local permaneció desconocida hasta 1999 cuando el Ministerio de Salud midió el nivel de plomo en los habitantes de La Oroya, confirmando que llegaba a ser hasta ocho veces mayor al de los estándares internacionales de 10 microgramos por decilitro (Villena Chávez, 1999). Ello provocó una serie de estudios a cargo de ONGs ambientalistas, USAID y la compañía norteamericana Doe Run, por entonces propietarios de la fundición. Los estudios arrojaron resultados similares: la contaminación por plomo era muy alta en La Oroya. Esto a su vez provocó una preocupación sobre el impacto del plomo en los niños, que podría provocar deterioro cognitivo de manera irreversible. Sin embargo, la importancia económica de la fundición y la influencia política de Doe Run en Perú hicieron que estos estudios iniciales no tuviesen el impacto deseado.
El desempeño de Doe Run desde que adquirió la compañía en 1997 es, por decir lo menos, sombrío: la contaminación aumentó y los pedidos de extensión para futuras mejoras tecnológicas fueron adjudicados de manera repetida. La fundición cerró de manera temporal en 2009 señalando motivos financieros y legales vinculados con la crisis global de 2008 pero conectados con la creciente mala reputación de la firma. En 2012, representantes de la compañía y partidarios del gobierno desarrollaron un nuevo plan para reabrir la fundición sin que ello significara resolver antes los problemas de contaminación. Entre quienes aparecieron de manera frecuente en el debate sobre La Oroya se encontraba el Arzobispo de Huancayo, Pedro Barreto.
Mi contacto inicial con el Arzobispo tuvo lugar un miércoles de ceniza de 2012, poco después de haber terminado uno de mis primeros días de trabajo de campo en el Proyecto Mantaro Revive. Luego de un largo y extenuante día preparando muestras de suelo, muchos miembros del proyecto se dirigieron a la Catedral que se encontraba cruzando la calle para escuchar misa. Al interior, la voz de Monseñor Barreto resonaba a través de la inmensa nave. Tomando como referencia las mediciones efectuadas por Mantaro Revive, Barreto señaló a los fieles que la contaminación del aire y los niveles de plomo habían caído dramáticamente desde que la fundición cerró tres años atrás. Luego del servicio, un ingeniero de Mantaro Revive me comentó que dado que el miércoles de ceniza marcaba el inicio de un período de reflexión espiritual, este era el momento adecuado para que el Arzobispo discutiese el tema de La Oroya con su congregación, usando el púlpito para “defender el derecho a la vida”.
Ya sea desde su púlpito, o desde los medios, las declaraciones de Barreto demuestran un hábil manejo de la traducción de un mensaje de un ámbito a otro así como la fluidez entre un registro ético católico centrado alrededor de lo sagrado de la vida hacia un discurso secular basado en evidencias científicas, derechos humanos e inclusión social, legible a su vez por el Estado y el público en general. Quizás de manera más crítica, Barreto sirvió como un factor para legitimar la producción del conocimiento científico sobre la toxicidad. La participación de Barreto marcó “un antes y un después” en las políticas del plomo en La Oroya, como muchos otros activistas medioambientales me lo hicieron notar. En 2004, una organización misionera norteamericana se alió con organizaciones locales de La Oroya y científicos de la Universidad Saint Louis de Missouri (EEUU) para producir un nuevo estudio sobre la exposición al plomo entre la población de La Oroya. Si bien hubo muchos otros estudios que precedieron a este nuevo análisis, existían dudas y preocupaciones sobre la metodología en la que aquellos se llevaron a cabo así como la influencia que la corrupción política y financiera pudiese tener en los resultados.
Este último punto es fundamental: la investigación en torno a la toxicidad en Perú enfrenta sospecha y difamación si se ve envuelta en rumores de “tráfico de influencia” que involucran a personas, instituciones y organizaciones. Protegerse a sí mismo de estos rumores y de estar involucrada en algún conflicto no solo es muy difícil sino inevitable. Esto fue lo que ocurrió con este nuevo estudio –el de los misioneros norteamericanos y científicos–, el cual fue rápidamente presentado como el trabajo de ambientalistas mal informados y posiblemente asociados con Sendero Luminoso, el grupo maoísta que inició el periodo de violencia política en Perú en las décadas de 1980 y 1990. Como me lo explicó el ministro presbiteriano que dirigía el estudio en cuestión, la compañía “había logrado restarle legitimad al movimiento con un par de artículos, y nos urgía contar con la Iglesia católica.” Sin la aceptación de la población local, conducir un estudio en La Oroya hubiese sido muy difícil, acaso imposible. Barreto fue nombrado Arzobispo de Huancayo por estas mismas fechas y los encargados del estudio se dieron cuenta de manera muy astuta el potencial que tendría reclutar a un aliado tan poderoso. Confrontado con la dura realidad de La Oroya, Barreto aceptó unirse al proyecto y rápidamente se volvió un miembro esencial del mismo.
De acuerdo a lo que me señalaron los miembros de esta alianza, Barreto contribuyó a solucionar diversos problemas logísticos. Por ejemplo, cuando los burócratas locales en La Oroya retrasaron de manera deliberada la aprobación del protocolo que permite el estudio en seres humanos, Barreto fue de puerta en puerta pidiendo que lo aprobaran. De igual modo, el Arzobispo contribuyó a reclutar nuevos participantes, traer la atención de los medios y reducir las tensiones con quienes apoyaban a la compañía. Una vez ya concluido, este nuevo estudio, que contaba con el sello del Arzobispado y la Universidad Saint Louis, se convirtió en el estudio más citado sobre la exposición al plomo en La Oroya. El caso de La Oroya permanece sin llegar a un acuerdo hasta el día de hoy y muchos pobladores cuestionan la importancia de la toxicidad frente a la difícil situación económica que deben enfrentar si la planta permanece cerrada. No obstante, la influencia de Barreto estableció la autoridad misma de la evidencia científica que documenta la exposición a metales pesados en La Oroya así como el peligro biológico y moral que esta exposición representa.
Antes del periodo de violencia política (1980-2000), Perú albergó un creciente grupo de jesuitas que se adherían a la Teología de la Liberación, fundada por Gustavo Gutiérrez, la cual puso en el mismo centro del debate teológico el carácter estructural de la injusticia social (Gutiérrez 1988). Inicialmente amenazada por Sendero Luminoso, el entonces presidente Alberto Fujimori desmanteló el poder la Iglesia en los Andes, buscando establecer un símil entre la ideología de la Iglesia con la de los terroristas. Sea o no entendida como una nueva variante de la Teología de la Liberación, la aparición de una forma de resistencia política al modelo desarrollista basado en el extractivismo en el Perú se encuentra en marcha. Su articulación a través de la ciencia, la ética liberal y la teología católica representa un frente sólido al interior de las heterogéneas políticas extractivistas en América Latina. El contundente mensaje papal de que un mundo capitalista está en contradicción directa con la ética católica de la vida se mezcla con el potencial político de las alianzas ambientalistas locales alineadas con los líderes de la Iglesia católica en Perú. Una implícita biopolítica del extractivismo, la cual reposa sobre la exposición a elementos tóxicos para maximizar los ingresos económicos, enfrenta un desafío moral y político en Perú. Cómo avanzará este desafío, apoyado por la credibilidad del Papa Francisco, es algo que está aún por desarrollarse.
Traducción de José Ragas, Cornell University.
Stefanie Graeter es antropóloga cultural e investigadora posdoctoral de la Universidad de Northwestern (EEUU), en el programa de Science in Human Culture y el Departamento de Antropología. Completó su PhD en el Departamento de Antropología sociocultural de Davis, Universidad de California en 2015. Su investigación etnográfica sobre la política de exposición al plomo en La Oroya y El Callao analiza los desacuerdos éticos y epistemológicos sobre los modelos económicos basados en el extraccionismo en Perú.
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Fuente: http://hemisphericinstitute.net/es/emisferica/emisferica-122/el-riesgo-moral-de-la-mineria-la-iglesia-catolica-la-ciencia-de-la-toxicidad-y-las-politicas-anti-extractivistas-en-peru.html