La resistencia al extractivismo está barriendo el continente latinoamericano, de norte a sur, del Atlántico al Pacífico, involucrando a todos los países, forzando a los gobiernos a sacar a sus uniformados a las calles y decretar estados de emergencia para atemorizar a poblaciones que ya no se dejan, porque están sufriendo las consecuencias del modelo.
La megaminería a cielo abierto, las grandes obras como las represas hidroeléctricas, los monocultivos fumigados con glifosato y la especulación inmobiliaria, están siendo respondidos como nunca antes en intensidad, extensión y duración. Los pueblos están consiguiendo en los últimos años importantes victorias: paralización de la planta de semillas de Monsanto en Malvinas Argentinas; detención del proyecto binacional de Barrick Gold, Pascua Lama; aplazamiento de la construcción de decenas de represas, como sucedió con La Parota, en México.
En las últimas semanas ha sido la población de Arequipa, sur del Perú, la que está forzando al gobierno de Ollanta Humala a decretar un nuevo estado de emergencia, luego de la cuarta víctima mortal por la represión policial en el marco de un paro indefinido que ya lleva más de 60 días contra el proyecto cuprífero Tía María, de la empresa Southern Copper.
Es probable que Perú sea el epicentro de las resistencias a la minería, con un promedio de 200 conflictos socioambientales desde 2008. En Brasil no sólo se resiste a la minería sino a los grandes proyectos hidroeléctricos como Belo Monte, además de las múltiples resistencias a la especulación inmobiliaria (extractivismo urbano), que avanza febrilmente en Río de Janeiro de cara a los Juegos Olímpicos de 2016.
La pampa argentina es el epicentro de la resistencia al modelo soyero, donde destacan las Madres de Ituzaingó, la Asamblea de Malvinas Argentinas, la campaña Paren de Fumigarnos y los médicos comprometidos, que del 15 al 18 de junio organizan la Semana de Formación Docente para la Ciencia Digna y la Salud Socio Ambiental, en Rosario.
Hasta ahora no existe una resistencia unificada ni centralizada, ni a escala regional ni en cada uno de los países, pero la multiplicidad de luchas se coordina en las calles, sin necesidad de aparatos unificados.
Como señala el último informe del Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina (OCMAL), todo este esfuerzo por sostener el extractivismo minero es cada vez más criticado y deslegitimado por amplios sectores de la sociedad, y es que la minería no logra convencer a la población de sus ventajas (OCMAL, abril de 2015, p. 101).
Existe cierta similitud entre la actual resistencia al modelo extractivo y la resistencia obrera al fordismo en la década de 1960. Los obreros fabriles consiguieron desarticular la producción en base a una resistencia
directa en cada sección y en cada taller, en base a la acción directa sin depender de las burocracias sindicales, hasta que la disciplina y la división del trabajo fueron derrotadas. Parece necesario insistir en que fue una lucha no institucional, ni siquiera declarada abiertamente, pero tan efectiva que doblegó al capital en sus propios feudos, las fábricas, forzándolo a una completa restructuración del aparato productivo.
Algo que podemos aprender de esa oleada de luchas obreras es que para derrotar un modelo de dominación lo central es lo que sucede sobre el terreno donde ese modelo se aplica, siendo completamente intrascendentes los gobiernos y las administraciones estatales. La lucha y la resistencia directas son insustituibles, como enseñan las crónicas recopiladas en infinidad de trabajos y relatos.
En este punto es necesario destacar que no hay un momento de derrota o lucha final, como dice la estrofa de *La Internacional, *porque lo decisivo es el largo proceso de acciones directas que consiguen trabar el mecanismo de dominación. Desde que se implementaron el fordismo y el taylorismo hasta que fueron desbordados y neutralizados transcurrió más de medio siglo; dos o tres generaciones de trabajadores fueron necesarias para encontrar los puntos débiles del engranaje patronal.
Lo que está sucediendo frente al extractivismo debe ser fuente de múltiples aprendizajes; con un ojo puesto en la historia de las resistencias y otro en el presente, podemos sacar algunas conclusiones.
La primera es que la resistencia la protagonizan pueblos indígenas, negros y mestizos en las áreas donde se despliegan la minería, los monocultivos y las megaobras de infraestructura. Se trata de un amplio y heterogéneo entramado de campesinos, trabajadores rurales y habitantes de poblados, donde destaca el papel de las mujeres y sus familias. Es una lucha cara a cara frente a empresas y gobiernos, casi siempre sin apoyo de las instituciones, que sólo se hacen presentes cuando la mayor parte de la población ocupa las calles.
La segunda es la importancia de la defensa del agua, el principal bien común afectado por el extractivismo. En algunos países, como en Uruguay, la población urbana comenzó a reaccionar contra el modelo al comprobar el
deterioro de la calidad del agua que consume. De ese modo se pudieron articular alianzas de hecho entre rurales y urbanos, entre colectivos de base y sindicatos, entre trabajadores y científicos.
La tercera es la variedad de formas de lucha que, en algún momento, ganan en masividad provocando estallidos sociales que no son espontáneos sino fruto de una prolongada labor de difusión y de organización. Algo de esto sucede estos días en Arequipa, cuando la mayor parte de la población de aldeas y pueblos, primero, y de la gran ciudad, después, se vuelca contra la minera.
La cuarta es la importancia de los pequeños grupos locales y territoriales, integrados por militantes y vecinos, en general jóvenes. Este tipo de grupos son decisivos porque de ellos parte la información inicial que habilita el debate entre sectores más amplios de las poblaciones afectadas.
El extractivismo está lejos aún de ser derribado. Pero ya vemos cómo se tambalea.
29 de mayo del 2015