Uno de los personajes de Freedom (Libertad), la última novela del Balzac gringo, Jonathan Franzen, se muestra alarmado por los abusos ambientales en América Latina. Menciona a los Andes. Menciona a Colombia. Y menciona la minería a cielo abierto, «que exige sacrificar crestas montañosas y desplazar familias pobres de su hogar tradicional».
Cualquiera diría que aquel personaje visitó algunas de las codiciosas explotaciones mineras de nuestro país, donde se contamina ríos, según sucede con el Dagua (Valle), convertido en putrefacta corriente de desechos químicos; se arruina a comunidades enteras, como pasó en Marmato (Caldas), donde la Colombia Goldfields se llevó el oro y dejó miseria; o podrían arrasarse vastas extensiones y cortar fuentes de agua, como en el proyecto de La Colosa (Tolima).
Nuestro país ha sido dizque «bendecido» con un boom minero. Desde el 2002, la Nación otorga cuantiosas concesiones a multinacionales -muchas de ellas con sede en Canadá- y ha extendido 7.000 títulos de explotación. Cierto es que la extracción de minerales significa ingresos importantes y que el Producto Interno Bruto del sector subió de 6 millones de dólares en el 2000 a 17.500 en el 2008. Sin embargo, conviene aprovechar que la minería está de moda, gracias a los topos chilenos, para establecer cuánto le cuestan al país estas explotaciones hoy y cuánto costarán a los colombianos del futuro. Es sabido que la minería crea poco empleo. Pero en este caso la mayor preocupación no es la esterilidad laboral, sino la ruina ambiental. Según el escritor Alfredo Molano, el gobierno anterior otorgó concesiones irregulares en la Amazonia, en 44 parques nacionales, páramos protegidos, humedales y zonas reservadas a comunidades negras y nativas.
La ministra de Ambiente, Beatriz Uribe, está asustada. «La minería ilegal nos está envenenando», dice. No solo la ilegal. Si consulta a los ecólogos, sabrá que también nos envenenan muchas explotaciones autorizadas. Ella misma reconoció que hay 571 títulos mineros en 203.000 hectáreas «donde no se pueden desarrollar proyectos mineros». El problema desborda los códigos: enfrentamos un tsunami de deterioro ambiental por culpa de la minería descontrolada. Gonzalo Palomino, de la Universidad del Tolima, y Guillermo Duque, de la Nacional, han demostrado que ciertos peces que se venden en toda Colombia sobrepasan las concentraciones permitidas de mercurio, lo que podría generar graves degeneraciones en los consumidores. No hay oro que pague tales horrores.
Lo más inquietante es que el propio Estado, que montó la feria de las concesiones, carece de medios para impedir que ocurran atropellos ambientales, tragedias en las minas, saqueos económicos y agaches tributarios. Con loable franqueza, el ministro del ramo, Carlos Rodado Noriega, acepta que no existe fiscalización suficiente para atajar estos desmanes. Además, quiero considerar sinceras sus palabras cuando anuncia que aspira a desarrollar el sector minero «pero sin atentar contra el medio ambiente».
Como varios ojos ven más que los del Gobierno (que a veces se enceguece, como pasó en la última década), hay que recibir con alivio la creación de la Red Colombiana Frente a la Minería Transnacional, entidad verde que luchará para atajar el arrasamiento de la naturaleza, incluido ese oprimido mamífero llamado minero. El presidente Santos, a su vez, propone la creación de una Agencia Minera Nacional. Estupendo, siempre que no se dedique solo a contar plata, sino que ponga límites ecológicos a la fiebre del oro y controle el cianuro y el mercurio en las corrientes.
Pero la clave es que los colombianos reaccionen. ¿O acaso será cierto, como dice el personaje de Franzen, que los gobiernos sacrifican el medio ambiente porque «los eligen mayorías a quienes les importa un carajo la biodiversidad»?
ESQUIRLAS. Merecidísimo el éxito de El deber de Fenster, la obra de teatro de Humberto Dorado y Matías Maldonado que mezcla drama y documentos para reconstruir un terrible episodio de nuestra historia reciente. Gran dirección, gran actuación.
Desde hace varios años, el autor del texto recibe comentarios a su columna en cambalache@mail.ddnet.es.