21 de Mayo 2011
En el corazón del Amazonas colombiano se está dando un conflicto a imagen y semejanza de la exitosa película: comunidades indígenas ancestrales se enfrentan a una minera empresa canadiense que busca oro en su territorio sagrado. Cristina Castro, de SEMANA, estuvo en el epicentro de la polémica.
Foto: El chorro es tan importante para los indÍgenas que no aceptan allÍ la presencia humana
Leonardo Rodríguez Makuna está convencido de que el día en que los mineros pisen el chorro de La Libertad será el fin de su etnia. Para ellos, esa caída de agua es la fuente de la vida. Es un territorio intocable. A este líder indígena del Vaupés no le cabe duda de que con los extranjeros llegará la cerveza, la deforestación, el dinero fácil, la muerte de la cultura. «Todos los indígenas que se metieron con el oro hoy están extintos.
El oro es el reflejo de la luz en la tierra, es tan sagrado que es mejor dejarlo quieto», advierte sentado en una casa a orillas del río Apaporis, mientras cuadra en qué canoa podrá llegar al debate en que 300 indígenas de la región discutirán este dilema. «Igual, como están las cosas ahora, ya comenzamos a morir». A lo que Leonardo se refiere con «ahora» es al conflicto que desde hace tres años tiene enfrentados a 1.200 indígenas ancestrales, al sistema estatal de protección del medio ambiente y a Cosigo, una empresa minera canadiense que quiere asentarse en la región de ese lugar sagrado que hoy es parque natural. Esta batalla, que juega su último round en la Corte Constitucional pero que está sucediendo en un punto perdido en la mitad de la selva, en los límites del departamento del Amazonas con el Vaupés, significa todo para 19 comunidades indígenas dueñas de ese territorio, según registros arqueológicos, desde hace casi diez mil años.
Por eso la reunión del domingo 19 de mayo en Bocas de Taraira había generado expectativa. Era una cumbre sin precedentes. A esta iban a llegar no solo cientos de indígenas, sino los dirigentes de Cosigo y un grupo de representantes aborígenes de Canadá, Brasil y Estados Unidos, invitados por la empresa minera. Más de setenta soldados del batallón de selva de La Pedrera, un pequeño corregimiento cercano, tenían custodiada la zona. En la mesa de plástico en la que al aire libre se registran los pasajeros que aterrizan en un potrero cercano estaban los militares y un funcionario del DAS vestido de negro, recibiendo a los extranjeros en medio de ese calor húmedo y tropical de la selva. Casi todo el caserío fue a ver el avión aterrizar. Leonardo, un líder indígena makuna, llegó también a La Pedrera para embarcarse con destino al evento, a tres horas por río de allí.
El origen de todo
Los chamanes de las 12 etnias cuentan que la humanidad se creó en el Apaporis, un río de aguas oscuras que atraviesa parte de la Amazonia. Y en particular, ese nacimiento se dio en Yuisi, un chorro de aguas en medio de una serranía, en donde se originó la vida. De ese complejo de agua y montañas, también conocido como La Libertad, depende el equilibrio de la selva. Solo los mayores pueden contemplar sus aguas y las mujeres tienen prohibido siquiera mirarlo. Se dice que cada vez que un chamán hace una curación se conecta con el pensamiento a esa cascada. Todos los años en marzo, las comunidades celebran el ritual del Yuruparí, en el que los niños reciben la conexión espiritual con Yuisi, que les da el paso a su vida adulta.
Ese sitio es tan importante para ellos que nunca han permitido allí ninguna actividad humana. La comunidad que hoy está en Bocas del Taraira, que llegó hace décadas de otra región del Vaupés, intentó asentarse en esa zona y tuvo que ser reubicada varios kilómetros abajo. Por las mismas razones, en 1995 un juez prohibió que allí se estableciera una inspección de Policía. Los indígenas no habían dejado tampoco que tres décadas atrás el Inderena convirtiera la zona, rica en biodiversidad, en un parque natural, la figura más importante que tiene el Estado para proteger ciertos ecosistemas y evitar que los territorios sean utilizados para cualquier actividad comercial, como la minería.
La historia se reversó hace cuatro años, cuando los indígenas agrupados en la organización Aciya, una entidad pública de carácter especial, pidieron que se constituyera finalmente un parque porque ellos ya no tenían cómo detener el auge de la minería que se veía venir.
Esa solicitud se hizo realidad el 27 de octubre de 2009, cuando se creó el Parque NacionalYaigoje Apaporis, un vasto territorio de un millón de hectáreas de conservación. Dos días después, Ingeominas le otorgó un título de exploración minera a la empresa Cosigo sobre estas tierras, justo en la zona donde se encuentra Yuisi. A pesar de que no se pueden dar títulos mineros en parques naturales, hasta hoy, Ingeominas no solo mantiene vigente este, sino también otros 36 más. Algo parecido a la polémica por la entrega de títulos para explotar oro en páramos.
Como si fuera poco, los indígenas del Apaporis están divididos. Cinco de las comunidades hicieron una disidencia, pero no por la explotación del oro, sino porque no están de acuerdo con que ese territorio sea un parque natural, y por eso un colono que lidera esta facción interpuso una tutela para tumbar la declaratoria del parque. El argumento es que no se cumplieron a cabalidad las normas de consulta previa, que obligan a discutir con las comunidades indígenas las decisiones que las afectan. La tutela está hoy en la Corte Constitucional.
La torre de Babel
Cerca de 300 indígenas están reunidos en la maloka de la comunidad de Bocas de Taraira. Muchos llegaron después de varios días de viaje en canoa, con sus niños y sus corotos a bordo. La escena es la representación ‘moderna’ de lo que debió ser la torre de Babel. Habla un capitán indígena en lengua makuna y tanimuka, un hombre traduce al español y luego Andy Rendle, el vicepresidente de Operación para América Latina de Cosigo, traduce al inglés para los invitados extranjeros. Las presentaciones se tardan casi dos horas. Nadie interrumpe. A pesar de toda la logística, uno que otro indígena que habla una de las otras lenguas se queda sin entender.
Fernando Tanimuka, uno de los anfitriones, brinda el baile tradicional del guarumo, un acto de agradecimiento a la naturaleza por dejarlos compartir sus frutos. Su gente da vueltas en círculo a la maloka, golpeando el piso de tierra con un guarumo, tronco grueso tomado de un árbol que lleva ese nombre, con el que también se bautizó la danza.
Empieza su discurso, orgulloso: «Les doy la bienvenida a todos y en especial a esos señores que vienen desde lejísimos. Mi abuelo y mis antepasados no tenían estos aparatos -dice sosteniendo el micrófono-. Pero esta es la vida que tenemos».
La reunión transcurre al día siguiente en medio de las presentaciones de los indígenas canadienses que vienen de las comunidades tahltan y duncan. Los indígenas de la zona solo preguntan dos cosas: si es cierto que van a explotar el bosque y si es posible que los canadienses los ayuden económicamente. Mientras tanto, muchos niños juegan con las botellas vacías de Coca-Cola que ha repartido la empresa. Otros indígenas se recuestan sobre las hamacas, desde donde cuelga la ropa que trajeron para la cumbre. «Cuando era estudiante, también era ambientalista. Ahora que conozco los dos lados, sé que ese ambientalismo ciego hace mucho daño», les dice Rendle al iniciar la jornada. Los indígenas de esas cinco comunidades no ven con malos ojos a Cosigo, aunque casi ninguno sabe que su zona de trabajo será Yuisi, su sitio sagrado. La empresa financió parte de la cumbre, les ayudó para la gasolina -que allá cuesta 13.000 pesos el galón- y aportó los víveres para la jornada. Han hecho presencia. Hace algunos meses hicieron una jornada médica para atender a las comunidades del río Apaporis y, en una Navidad, invitaron a 54 niños indígenas a conocer Maloka, el centro de ciencia y tecnología de Bogotá. Por primera vez salieron de la selva, montaron en avión, durmieron en una construcción de ladrillo. Por eso, Tanimuka los defiende. «Ellos trajeron un motor, medicamentos, ayudas. En cambio Parques Naturales no ha llegado nunca con nada», se queja el capitán indígena.
En la cumbre, que tenía como nombre ‘Minería, un sueño posible para los indígenas’, solo estaban las cinco comunidades disidentes.
El cinturón de oro
Los habitantes del Vaupés son sobrevivientes de varias de las fiebres que ha tenido Colombia. En la del oro llevan casi tres décadas. Cosigo describe esta zona en su página web como «el cinturón de oro de Taraira», una región aún no explorada, en donde este metal precioso se puede ver desde la superficie. Por el debate que hay alrededor del parque, la minera canadiense aún no ha realizado trabajos de exploración en la serranía, pero considera que tiene «excelente potencial para albergar multimillonarios depósitos de onzas de oro». «Hemos vivido de bonanzas», dice Rafael Porras, fundador de la Asociación de Campesinos e Indígenas de La Pedrera. Este hombre curtido en la selva, que ha trasegado por ella más de medio siglo, cuenta que antes de que llegara el oro quienes mandaban eran los patronos de las caucherías. Con ellos comenzó a trabajar en La Pedrera. Luego se rebuscó la vida cazando nutrias, tigrillos y lobos para vender sus pieles. Desde hace más de una década trabaja en el colegio del corregimiento. «Todos los pecados que aquí hemos cometido ha sido por inocentes», reconoce. El descubrimiento del oro en Taraira en los años ochenta fue la razón por la cual se creó ese municipio. La población pasó de 300 a 10.000 habitantes. Porras relata que desde ese entonces los aldeanos creían que la mayor cantidad de ese metal estaba en el cerro de La Libertad, el sitio sagrado de las comunidades makuna, yakuna, matapí, tatuyo, tuyuca, bora miraña, entre otras, que hoy quiere Cosigo. Recuerda que un grupo logró hacer una perforación de 12 metros de la que salió una pepa gigante que pesaba casi un kilo, pero que luego no se supo nada más. «Es muy peligroso trabajar allá. Muchos intentaron y no regresaron», afirma.
También es sagrado
La historia que se vive hoy en La Libertad tendría todos los elementos para una película de James Cameron. Sin embargo, ese debate en últimas también representa el dilema que tiene Colombia frente al auge de la minería y la protección de ecosistemas estratégicos como la Amazonia. Y en especial, el país aún no ha respondido qué papel van a desempeñar los pueblos indígenas, que tienen una visión del mundo completamente diferente a la de los blancos, que hoy los tienen divididos. En lo que hay consenso, por diferentes razones, es en que esa selva en su conjunto es «sagrada». En la pasada Asamblea de las Naciones Unidas, el presidente Santos la incluyó en su discurso. «No más en la Amazonia se concentra el 20 por ciento de la oferta mundial de agua dulce y el 50 por ciento de la biodiversidad del planeta», dijo ante el pleno de los mandatarios del mundo. .
Colombia tiene razones para exponer el tema en esos escenarios. El país ha logrado conservarla, pues cerca del 80 por ciento de la Amazonia está bajo alguna figura de protección, sean resguardos indígenas o parques naturales. «Decidimos apostarle a la conservación. Así existan minerales debajo de la tierra, no vamos sacarlos», dice Olbar Andrade, gobernador del Amazonas. El mandatario reconoce que la minería es hoy una «gran amenaza» para su región, sin embargo, asegura que el olvido en el que el país ha tenido la zona es casi igual de grave.
Andy Rendle, de Cosigo, dice que le parece «un poco insólito» que se esté dando esta discusión por una «pulguita» de territorio, que explotada con tecnologías de bajo impacto ambiental daría regalías para financiar casi toda la región. Para la directora de Parques Naturales, Julia Miranda, si la Corte llegara a darle el visto bueno a la derogatoria del parque, «sería un precedente muy grave». La funcionaria asegura que este caso abriría la puerta para que el interés minero se ponga por encima del bien general. El Apaporis es apenas un ejemplo del sacudón que va a producirse una vez las compañías que ya tienen títulos mineros sobre otros parques empiecen a moverse como Cosigo. Eso sin contar las más de 400 solicitudes que hay en trámite.
En el Apaporis, en esa selva profunda, la mayoría de los habitantes esperan la decisión de una Corte de Bogotá que podría cambiarles radicalmente la vida. Como dice Leonardo, el líder makuna, «sea parque, sea resguardo, sea lo que sea, este territorio es nuestro».