Por: Gian Carlo Delgado Ramos
La noción de desarrollo suele asociarse casi exclusivamente al crecimiento económico, este último visto como precondición para cubrir las necesidades sociales. En la práctica, mientras la economía ha crecido más de 20 veces desde principios del siglo XX a la fecha (la población lo ha hecho en poco más de 4 veces), persisten miles de millones de personas aún sin sus necesidades más básicas cubiertas; desde alimentación, energía, agua o servicios de salud (alrededor de la mitad de la población mundial vive en pobreza o pobreza extrema).
Es claro, por tanto, que el sistema actual de producción fomenta un desarrollo desigual –estructural– entre los sujetos como entre las naciones. La división internacional del trabajo coloca así a los países pobres como espacios de triple función: (1) receptores de excedentes de capital de los países ricos, esto es en forma de inversión extranjera directa; (2) como reservas estratégicas de recursos naturales y fuerza de trabajo barata, y (3) como mercado de bienes de capital fabricados por las economías “desarrolladas” (maquinaria, maquinas–herramienta, etcétera).
Tales funciones han precisamente conformado los planes nacionales de desarrollo (neoliberal) de nuestro país, avanzando con cada nuevo plan hacia una mayor subordinación de la economía a intereses económicos foráneos, pero también a los de los grupúsculos de poder nacional. El plan de desarrollo 2012–2018 del actual gobierno difícilmente será diferente. Es de esperarse, entre otras cuestiones, que se apueste por una continuidad en la captación de capitales foráneos, un avance en la presencia/injerencia de organismos internacionales y de programas de agencias de cooperación internacional, y una mayor privatización de los principales activos del país (como el petróleo, los minerales, el agua y la tierra misma); todo bajo la justificación de impulsar el crecimiento económico, el progreso y el desarrollo nacional.
Lo anterior sugiere implicaciones socio–ecológicas serias, pero que acompaña y resulta funcional a la dinámica mundial de un metabolismo social en aumento (o del creciente consumo de materiales y energía), siendo China un actor nuevo en la disputa internacional por los recursos. Por lo dicho es que no es menor el hecho de que el metabolismo social se engrose y acelere, ello como producto de una mayor acumulación de capital y entonces de ciclos ampliados de producción–conusumo, y no tanto por el aumento poblacional. Es por ello que casi todos los indicadores de consumo per cápita figuran a la alza, desde la energía hasta los minerales (por ejemplo, el consumo mundial de minerales primarios pasó de 77 kg en 1950 a 213 kg en 2008).
En términos globales, en el último siglo el consumo promedio de energía ha aumentado 12 veces, el de metales 19 veces y el de materiales de construcción hasta 34 veces (caso del cemento). La apropiación de tierras (land grabbing) se disparó particularmente en este siglo como mecanismo de despojo de “paquetes” de activos naturales en todo el mundo, con excepción de la Antártida. África y Asía son las regiones con las mayores tasas de apropiación hasta el momento, pero en América Latina el fenómeno aumenta. Sólo de 2008 a 2010 se realizaron acciones de compraventa de tierras por unos 45 millones de hectáreas a nivel mundial, la gran mayoría sin consulta previa e informada y, en el mejor de los casos, con compensaciones deleznables (mismas que asumen que el valor de los territorios se reduce al económico). La apropiación mundial de tierras únicamente asociadas al empuje de la frontera de los monocultivos se estima entre los 32 y 82 millones de hectáreas a nivel mundial, dependiendo de la fuente.
El dinamismo metabólico de principios del siglo XXI está inevitablemente corriendo la frontera extractiva y, por lo general, sobre la base del despojo, legal o ilegal, y en tres sentidos: el despojo de los bienes comunes, el del bien común de buena parte de la población e incluso de pueblos enteros (en tanto que aumentan los pasivos ambientales en un contexto de caída de las reservas de buena calidad), y el despojo gradual del futuro de las generaciones venideras (la seguridad de un ambiente sano está comprometido). El despojo, claro está, no se da sin resistencia social en tanto que lo que está en juego, no en pocas ocasiones, es la sobrevivencia misma de los pueblos que dependen en gran medida de su entorno natural. Un primer ejercicio realizado en el marco del Seminario Ecología Política y Metabolismo social de CLACSO, da cuenta de un centenar de conflictos ambientales en activo en América Latina relacionados a actividades extractivas de diversa índole así como de disposición de residuos. Se trata de un número altamente conservador, pues la revisión estuvo lejos de ser exhaustiva.
El rasgo actual del conflicto por los recursos en nuestro país tal vez radica no en la existencia de un extractivismo depredador, el cual ya tiene su tiempo (aunque ciertamente aumenta de intensidad), sino en el hecho de que las partes en conflicto han complejizado su actuar. Por una parte, los actores en resistencia, o los movimientos de justicia socio– ambiental, se articulan cada vez más, trascendiendo lo local e involucrando una multiplicidad de interlocutores. La conformación de redes de actores en resistencia y de redes de redes es cada vez más notorio y, sobre todo, su acompañamiento, simultáneo, en diversos procesos concretos de defensa del territorio y de la identidad socio–cultural del mismo. Aún más, la resistencia social pese a que es inevitablemente reactiva, también es cada vez más propositiva tanto en las formas de resistir como en la construcción de propuestas alternativas de y para los espaciosterritoriales concretos.
Por su parte, el Estado en sus múltiples niveles, representa cada vez más los intereses de sus socios empresariales, empujando todo un entramado legal ad hoc a los intereses de los grupos de poder (el denominado Estado de Derecho). Al mismo tiempo y de cara a la profundización del despojo en su sentido amplio, el Estado se arma para el control interno promoviendo, justificando y/o avalando de un modo u otro un estado de excepción en el que la criminalización de la protesta busca naturalizarse, describiendo a los actores sociales, en el mejor de los casos, como irracionales, opositores al progreso y al desarrollo: el “desarrollo” de la explotación petrolera de aguas profundas, el de la mega–minería, las grandes represas y otros mega–proyectos.
La intimidación a asociaciones civiles, defensores de derechos humanos y a movimientos sociales–populares, así como el asesinato selectivo de líderes en defensa de los territorios se torna tristemente una constante que se procura diluir –sin éxito– entre los miles de muertos que genera la denominada guerra del estado contra el crimen organizado y el narcotráfico. La retención de integrantes del Consejo Tiyat Tlali en Olintla (Puebla) por parte de actores presuntamente vinculados a los intereses de la minera Grupo México este fin de semana es una de tantas expresiones intimidatorias que buscan desarticular la resistencia local. Se suman los asesinatos de comuneros en Cherán y Ostula o de los opositores a proyectos mineros como Mariano Abarca Roblero en 2009 (minera Blackfire, Chiapas); Betty Cariño en 2010 (en oposición a actividades de mega minería en Oaxaca); Bernardo Méndez Vásquez y Bernardo Vásquez Sánchez en 2012 (minera Fortuna Silver Mines, Oaxaca); Ismael Solorio Urrutia y Manuela Solís Contreras en 2012 (minera Mag Silver, Chihuahua), entre otros.
Estamos, pues, en medio de una tensión –cada vez más notoria– entre las políticas de estabilización y de estabilización interna, escenario peligroso en tanto que es central su adecuado manejo a modo de poder en cierta medida garantizar la fluidez de los negocios y, con ello, del desarrollo desigual pero (sociopolíticamente) contenido.
La discusión sobre alternativas de desarrollo para el bien común de la humanidad o la buena vida de tod@s (véase número 11 de Saberes y Ciencias: saberesyciencias.com.mx) se torna más que obligada, pues ante la situación antes descrita se requiere de una urgente pero pacífica transición hacia otras modalidades y fines de producción y reproducción de la vida (lejanas toda noción de desarrollismo y cualquier esquema de tinte vertical o compensatorio). Se trata de alternativas que se construyen y operan en los territorios concretos con toda su diversidad biofísica, social y cultural y en las que el poder adquiere otra noción, tal vez la de Estado–pueblo u otras formas de gestión genuinamente democráticas, participativas y solidarias.
Doctor en Ciencias Ambientales.
Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la UNAM.
Contacto: giandelgado@unam.mx