Ya esto no será una planta extractora de oro de 300 hectáreas en mitad de Centroamérica. Dos décadas después de anunciado el proyecto, el Estado costarricense ha cerrado con candados la posibilidad legal de explotar el yacimiento y el conflicto está ahora en instancias internacionales: la compañía canadiense ha presentado este mes una demanda internacional por 94 millones de dólares, por las inversiones hechas en este pueblo abandonado con el nombre de Crucitas, en los bordes del cantón de San Carlos, provincia de Alajuela.
El sonido estrepitoso del timbre rompe con los trinos de las aves a mitad de la tarde, pero nadie atiende en la finca de Industrias Infinito S. A. Hay personas aún cuidando la finca; alguien debe de alimentar los dos perros pastor alemán que levantan las orejas al ver visitas llegar a un portón donde ya nadie llega. Cuesta imaginar razones para visitar una empresa inactiva junto a un caserío de 10 familias de donde muchos prefieren marcharse.
En Crucitas no hay más de diez casas. Hay una escuela y hay hierba en el camino de tierra que, 180 kilómetros después, desemboca en los tribunales de San José donde a finales del 2010 dieron la sentencia final a un proyecto minero de más de 20 años. El nombre de la empresa, por la matriz Infinito Gold Ltd., parece una mala broma. Aquí ya dejaron de venir los defensores ambientalistas que señalaron los riesgos del trasiego de cianuro, los burócratas que emitían los permisos y los altos mandos de Industrias Infinito, que contó en todo momento con el apoyo más o menos discreto del Gobierno de Canadá.
Ahora el caso está en el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), adscrito al Banco Mundial. Será en sus oficinas, en Washington, donde los empresarios canadienses y las autoridades costarricenses diriman los saldos económicos de una decisión que acabaron tomando jueces de la República, a contrapelo del apoyo manifiesto que el proyecto minero obtuvo de parte del gobierno de Óscar Arias, quien en 2008 lo declaró “de interés nacional”.
La fuerza de dirigentes comunales, de la opinión pública y de las organizaciones ambientalistas fue tal que llevó a la presidenta Laura Chinchilla a declarar una moratoria a la explotación de minerales a cielo abierto; este fue su primer decreto al asumir apenas el mandato de gobernante, el 8 de mayo de 2010. Seis meses después el Congreso acogió la misma posición y la fijó como ley no retroactiva, lo que permitía a Infinito mantener vivo su proyecto.
Estaba vivo, pero llegó noviembre del 2010 y vino el aldabazo para la minera canadiense. La sentencia del Tribunal Contencioso Administrativo adujo perjuicios ambientales y anuló la concesión estatal. Las organizaciones ambientales, que habían logrado llevar decenas activistas caminando desde la capital hasta el caserío en la frontera norte, celebraron un fallo histórico que, para un sector del empresariado, solo reflejaba márgenes de inseguridad jurídica en este país con fama de ecologista y de legalista.
“Recuerdo la felicidad de ese día. Mire, yo no creía que fuera cierto que lográramos detener a la minera y a todo el apoyo político que tenía. Es cierto que ya el daño estaba hecho, pero por lo menos evitamos cosas peores”. Quien habla se llama Alfredo Arias y vive en la última casa del camino, hasta donde llega una manguera negra que le proporcionó la empresa minera para llevar por gravedad el agua desde un cerro; asegura que los químicos de prueba de la minera contaminaron el río que pasa por su finca.
“En un solo día se me murieron siete vacas”, cuenta Alfredo, el principal opositor de la comunidad, mientras recoge agua en una olla de aluminio, cerca de un pequeño establo para cerdos. Vive de la venta de estos animales, de lo que siembra y del poco queso de vaca que logra sacar cada semana al poblado más cercano. Aquí se quedó con su esposa y el mejor de los seis hijos. Los otros salieron lejos de Crucitas, incluso uno que trabajó como oficinista en la mina. Este es un caserío abandonado, como lo era antes de la llegada de los canadienses y como son decenas de aldeas dispersas a lo largo de una frontera pobre, prensada en el dilema de la riqueza natural y el dinero que podría deparar proyectos como el oro. El turismo aquí podría ser gratificante, pero no confortable.
En la entrada de la casa de Alfredo se deja ver una gorra amarilla con el logo de Frente Amplio, el partido político de izquierda que en las elecciones generales de este 2014 asustó a sectores conservadores. El candidato presidencial José María Villalta, uno de los abanderados de la oposición de Crucitas, quedó lejos del triunfo, pero la bancada legislativa pasó de un solo escaño a nueve. Uno de estos escaños es del abogado Edgardo Araya, el mismo que llevó el proceso legal contra la minera.
“Para mí ya el proyecto está muerto. Fue una gran victoria porque no solo frenamos la mina sino que logramos que se aprobara una ley por unanimidad. Ahora esta demanda internacional contra el país es para decidir una posible indemnización, pero no la reversión de la sentencia. La lucha que dio la comunidad ya tuvo su sentencia favorable”, declaró Araya, dirigente de un movimiento que alcanzó a organizaciones ambientalistas y sindicales en Canadá. “El apoyo de grupos civiles fue determinante para vencer al poder político. Hubo momentos en que creímos que el proyecto estaba derrotado y de repente volvía a surgir”.
Araya recuerda el día más complejo, el 17 de octubre del 2008. Era un viernes por la mañana y lo llamaron de Crucitas para contarle que la minera había comenzado a talar árboles. “Yo sabía que cada minuto que yo tardara en actuar eran árboles cayendo y bosque desapareciendo. Pasé dos días sin dormir hasta que presentamos un recurso de amparo en la Sala Constitucional”. Argumentó entonces que se estaba violentando el derecho a un ambiente sano y ecológicamente equilibrado, aunque Infinito insiste aún en que el proyecto ha sido y es sostenible.
El fallo cautelar de ese tribunal y la oposición creciente en la opinión pública fue frenando el desarrollo minero, hasta que la sentencia de noviembre del 2010 paralizó todo al otro lado del portón cuyo timbre ahora aloja un panal con avispas. Los peritos ambientales cuantificaron en 10 millones de dólares el daño en la cobertura boscosa, fuentes de agua y belleza escénica. Que se sepa, no han sacado ni una onza de oro. Industrias Infinito contestó a EL PAÍS que aún no se puede descartar la continuidad del proyecto hasta que finalice el arbitraje internacional, cuyo plazo usual va entre un año y tres.
“Aquí parece que no pasará nada, después de tanto traqueteo de tantos años. No sé si alegrarme porque ya no se va a contaminar esto o estar triste porque vamos a seguir sin empleo”, dice el jornalero Óscar Mendoza sin bajarse de la yegua que lo trae de despuntar unas matas de yuca. Cabalga despacio por mitad de la calle de tierra. Un vehículo aquí es cosa rara, en parte por el camino roto que en otros tiempos arregló la minera como si fuera su inversión comunal, además de puentes y el tendido eléctrico que va paralelo a la vía a lo largo de decenas de kilómetros.
La luz llega a las oficinas de Infinito y a las casas. Una de esas es la de Ángel Segura, quien compró 50 hectáreas ilusionado por el desarrollo que, creyó, generaría la mina de oro. Construyó cabañas, pensó en pesca recreativa y en un restaurante. Vino con su familia y ahora vive prácticamente solo. “Tengo mi negocio, pero ¿a quién le vendo? Sin la mina esto quedó como un pueblo fantasma, como si nada. Ya hasta cerraron la delegación policial por falta de trabajo”. El pueblo está como siempre y como otros, pero él se había ilusionado.
A su alrededor se escuchan aves, hay pastizales, monte y bosque. Los vecinos dicen haber visto jaguares. No sabe Ángel que este caserío sin pulperías, donde de poco vale el dinero, será pronto el tema de millones de dólares en las oficinas del Banco Mundial en Washington.