La minería y sus impactos negativos, así como el análisis de activistas, organizaciones sociales y miembros de la academia, han estado cada vez más presentes los últimos años en los debates públicos, y han sido motivo de protestas y diversas acciones de los pueblos y comunidades a los que afecta. Aunque el tema ocupa cada vez más el espacio de nuestras discusiones, poco hemos conocido de los efectos perniciosos de la actividad minera desde una visión de género. Por ello es muy oportuna la publicación que ha realizado recientemente la organización Mujer y Medio Ambiente, en colaboración con la alemana Fundación Heinrich Böll, titulada Miradas en el territorio: cómo mujeres y hombres enfrentan a la minería en México.
Desde el inicio, la investigación nos invita a la reflexión, y nos reta a “mirar de cerca, conocer mejor las realidades locales y, sobre todo, escuchar a las personas; específicamente escuchar a las mujeres”. Para ello, Mujer y Medio Ambiente y la Fundación Heinrich Böll-México realizaron un estudio de tres casos: en la localidad de Carrizalillo, en Guerrero; las poblaciones de Nonoalco y Malila, en la región de Molango, Hidalgo, y la comunidad de Capulálpam de Méndez, en Oaxaca, en el que, con diferencias y matices, se muestran las relaciones entre hombres y mujeres muy tradicionales, que, sin embargo, permiten afirmar que el sistema patriarcal es funcional a la extracción minera, en cualquiera de sus modalidades.
La investigación muestra también cómo el control del territorio es clave para el desarrollo de la minería. Y por ello, los derechos de propiedad de la tierra, y las decisiones en torno a su uso, son fundamentales para las comunidades. Sin embargo, el análisis, desde un enfoque de género, es importante, pues las mujeres se encuentran relegadas en sus derechos agrarios.
Independientemente del tipo de propiedad de la tierra, en todos los casos estudiados las mujeres fueron excluidas de las decisiones de “vender”, rentar o rechazar el uso de la tierra en favor de las empresas mineras. Los derechos de propiedad de la tierra han sido factores estructurales de la desigualdad de género en las zonas rurales, porque determinan el acceso a otros recursos naturales como el agua, el bosque, la flora y la fauna, y son la base de la organización y toma de decisiones en los ejidos y comunidades.
Por ejemplo, en Carrizalillo las mujeres representan 34 por ciento del total de ejidatarios; a pesar de ello, las ejidatarias perciben que no son tomadas en cuenta; existe un control masculino sobre la asamblea ejidal, y su voz es limitada en las decisiones sobre el destino de la tierra, de la renta minera y de las negociaciones. En Capulálpam, paradójicamente, no existe una sola mujer comunera de forma activa. Como se sabe, la promesa de empleos, de derrama económica, y el mejoramiento de la calidad de vida son el principal argumento de las empresas para persuadir a las comunidades a concesionar sus tierras, y hay una tendencia por parte de las empresas a reivindicar a la minería como una alternativa atractiva de empleo para las mujeres.
La escolaridad, no obstante, es el filtro principal, aunque no exclusivo, para el acceso al trabajo, y ello resulta más complicado para las mujeres, no sólo por la división sexual del trabajo, que las coloca en el ámbito reproductivo, sino también porque generalmente tienen menor escolaridad y participación en las carreras técnicas que demanda la industria minera. La promoción de la igualdad de género es, en este caso, bastante retórica, más bien instrumental.
Las empresas dicen cumplir con los estándares de “responsabilidad social”, entre otras razones como un medio para mejorar su prestigio y contrarrestar las fuertes críticas, pero hacen a un lado los principales acuerdos internacionales relacionados con los derechos de las mujeres trabajadoras, como los Convenios 103 y 183 de la Organización Internacional del Trabajo, sobre protección de la maternidad; el Convenio 100, sobre igualdad en las remuneraciones, y el Convenio 111, sobre la discriminación en el empleo y la ocupación, entre otros.
En mayor o menor medida, la minería ha significado cambios sustanciales en todos los ámbitos de la vida en las tres comunidades estudiadas: actividades económicas, situación de los recursos naturales, organización, servicios, salud, aspectos culturales y conflictividad social y territorial.
Estas transformaciones han remodelado las formas de convivencia social y la obtención de los medios de vida, reconfigurando la noción de desarrollo local. Se observa, desde la perspectiva de género, un afianzamiento del control masculino sobre la vida de las mujeres, a pesar de que ellas son parte fundamental del sostén, no sólo de las familias, sino de las movilizaciones para hacer frente al poder de las empresas. Con excepción de la integración de las mujeres a la actividad minera, las opciones de autonomía económica son limitadas y su participación en las decisiones comunitarias son prácticamente nulas.
Finalmente, la noción de futuro en estos contextos muestra diferencias entre las mujeres y los hombres. La investigación realizada en las tres comunidades muestra que para las mujeres y hombres entrevistados la minería no es deseable por los impactos negativos que trae consigo: no genera desarrollo; no mejora sustancialmente la calidad de vida y destruye al ser humano y su entorno.
A pesar de ello, y con excepción de Capulálpam, no se visualizan por el momento otras formas de obtener empleo, ingresos, y de salir de la marginalidad o pobreza. Cabe preguntarse si una mayor igualdad de género en las luchas de resistencia y gestión frente al poder de las empresas mineras contribuirá a construir nuevas ideas de desarrollo local, de bienestar y calidad de vida. Los pueblos y las comunidades tienen la palabra.