Estaba sola. Su marido estaba en el campo cuando llegó el camión de soldados, policías y guardias de seguridad. Media docena de hombres armados entraron en su casa de una sola habitación. No la dejaban salir y se comieron la comida que había hecho para los niños.
Margarita Caal Caal tardó mucho tiempo en hablar sobre lo que pasó aquella tarde. Ninguna de las mujeres que viven en este pueblo en el este de Guatemala lo hizo. No hablaron ni entre ellas. Los hombres que habían venido a desalojarla del lugar en el que vivía —la tierra pertenecía a una empresa minera canadiense, decían— la violaron. Uno detrás de otro. Cuando terminaron la sacaron de la casa y le prendieron fuego al lugar.
Mientras su hija sirve café, Margarita se mira la manos y dice: “Sigo teniendo miedo. Siempre tengo miedo”.