En la conferencia de Río+20, el presidente Juan Manuel Santos anunció al mundo «la declaratoria de un área estratégica minera de 17,6 millones de hectáreas para garantizar la minería sostenible en una región de altísima biodiversidad en Colombia», ubicada en gran parte en el este de la Amazonia, una de las regiones mejor conservadas del país.
¿Se trata, acaso, de un acto de osadía, de una expresión de cinismo o de un chiste flojo, el afirmar, justamente en la Cumbre sobre Desarrollo Sostenible, que crear un área estratégica minera en el corazón de la Amazonia colombiana es algo así como una panacea para conservar su diversidad biológica y cultural?
El Gobierno ha señalado que mediante esta declaratoria se propone entregar los títulos mineros a empresas que por su experiencia y capital estén en capacidad de desarrollar una minería con los más altos estándares ambientales, que es lo que denomina como minería sostenible.
Pero la minería a cielo abierto y a gran escala, así se haga con la mejor tecnología disponible, inevitablemente deja profundas e irreparables huellas ecológicas que, con frecuencia, se compensan mediante la protección de otras áreas de especial valor ambiental. Sin embargo, en la selva tropical los más graves impactos de la «minería sostenible» no son precisamente estas huellas inevitables en el sitio de la mina, y en este hecho se encuentra el meollo del problema. Y es que el establecimiento de una intensa actividad minera en el este amazónico exigiría la construcción de vías de comunicación que detonaría, entre otras, el arribo caótico de miles de campesinos sin tierra que talarían el bosque a tábula rasa para extraer sus maderas y establecer improductivas parcelas para su sustento. Y, con la colonización, vendrían las grandes haciendas ganaderas, o un nuevo, e injustificable, proceso de potrerización a gran escala, similar al que se ha dado, en el pasado, en otras áreas de la Amazonia.
No nos engañemos: la amplia experiencia internacional de las últimas décadas nos enseña que en las selvas tropicales la construcción de carreteras, poblados y otras infraestructuras, requeridas por la minería y la explotación petrolera, conduce a la inevitable destrucción y degradación de sus ecosistemas y de las comunidades indígenas que ancestralmente las han habitado.
Por eso, el Gobierno debería enfrentar con transparencia el dilema existente en relación con la riqueza natural de la Amazonia: ¿hasta dónde explotar sus recursos mineros y hasta dónde conservar su biodiversidad y sus ecosistemas, de excepcional valor para el país, la humanidad y la estabilidad del planeta?
Pero lo cierto es que la mayoría de colombianos poco saben sobre lo que está en juego en la Amazonia, o en las otras regiones en donde se ubica esta reserva estratégica, en parte como consecuencia de que el Gobierno y las empresas mineras sólo digan verdades a medias sobre los reales impactos de la minería en las selvas tropicales.
Y bajo la palabrería de «la minería sostenible» se acaba ocultando el hecho de que con esta «reserva minera» se estaría decretando el principio del fin de la riqueza biológica y cultural de la Amazonia oriental colombiana, así como de las otras áreas incluidas en esta declaratoria, ubicadas en el Chocó y en la Orinoquia.
Como es evidente, algunos colombianos, y con ellos el Gobierno, parecerían guardar la convicción de que bien vale la pena correr el alto riesgo de sacrificar esa riqueza a cambio de que la locomotora minera conduzca al país a la tierra prometida de la prosperidad económica, un paraíso que para otros es tan sólo un espejismo o una falsa quimera.
En la práctica, parecería como si las multinacionales mineras, conjuntamente con la Presidencia de la República y el Ministerio de Minas, estuviesen cantando en coro bye, bye a la Amazonia oriental.
Manuel Rodríguez Becerra
Publicada en El Tiempo. 15 de julio de 2012