Epifania Zorilla afuera de su casa en San Antonio de Juprog, Perú, el 16 de mayo de 2013. Hace 20 años Perú dio carta blanca para que las empresas multinacionales de la minería invirtieran y explotaran sus recursos naturales. En poco tiempo, el país registró un crecimiento económico sin igual en América Latina. Pero este auge fue una maldición para miles de familias campesinas que vieron cómo el poco dinero que les pagaron por su tierra se evaporó rápidamente mientras luchaban por adaptarse al desarraigo.
El clan Marzano Velásquez vivía una vida sencilla, pastoral en las faldas de una montaña que resultó contener el yacimiento de cobre y zinc más grande del mundo que se conozca.
El clan no esperaba grandes riquezas cuando ellos y otras familias quechuas vendieron su tierra a un consorcio internacional minero. Esperaban que la explotación a cielo abierto de la mina de Antamina mejorara las condiciones de vida de su empobrecido distrito de la montaña y pudiera ofrecer un empleo estable, una buena atención médica y la construcción de escuelas.
María Magdalena Velásquez, que no sabe leer ni escribir, firmó la cesión de las tierras de su familia con su huella dactilar en 1999. Ella y sus parientes vieron cómo unos jornaleros desmantelaron sus hogares construidos en los gélidos páramos azotados por el viento. Luego fueron trasladados e instalados en el valle adyacente.
Abandonaron sus ovejas, y sus cultivos de papa, avena y alfalfa.
«Era un desastre ver cómo, después de entrar y sacar las cosas de tu casa y subirlas al camión, quemaron los techos y tumbaron las paredes», dijo Luis Marzano, el hijo mayor de la familia que entonces tenía 27 años.
Hace 20 años, esta montañosa y accidentada nación andina, rica en minerales, dio carta blanca a empresas multinacionales mineras para que invirtieran y explotaran sus tierras como ningún otro país en la región lo ha hecho. En poco tiempo, el país se convirtió en líder indiscutible del crecimiento económico de América Latina.
Pero este auge económico fue más una maldición para miles de familias campesinas como los Marzano, quienes vieron cómo los 49.000 dólares que les pagaron por su tierra se evaporaron rápidamente mientras luchaban por adaptarse a una vida en el desarraigo.
Entre tanto, los colosales yacimientos de cobre, oro, plomo, estaño y plata ayudaron a la economía peruana a duplicar su tamaño, pero los campesinos de la sierra se quedaron, en buena medida, luchando contra un desastre ambiental tras otro después de que las minas se expandieran y contaminaran aguas, aire y ganado. Las promesas de un empleo estable y los beneficios de la modernidad difícilmente se hicieron realidad.
Años después, el altiplano peruano quedó salpicado de yacimientos mineros gracias a una regulación ambiental muy laxa y a la frustración con los resultados de la explotación, que han dado lugar a una creciente cadena de protestas. En 2012, las fuerzas de seguridad mataron a tiros a ocho personas que protestaban en contra de dos de los proyectos mineros más grandes del país. Para abril, Perú tenía 81 quejas por el deterioro del medio ambiente, de acuerdo a la Defensoría del Pueblo.
Siete casos involucran a Antamina, lo que incluye un tenso enfrentamiento con los pobladores liderados por los Marzano, quienes acusan a la mina de invadir sus terrenos en medio de un gran proyecto de expansión.
El presidente de Antamina, Abraham Chahuán, denegó repetidas solicitudes de entrevista solicitadas por The Associated Press. Sin embargo, en la conferencia anual de la industria en septiembre, manifestó que «la minería lleva desarrollo, infraestructura, educación y empleo digno nuevamente».
Su empleador, un consorcio formado por las multinacionales BHP Billiton, Glencore/Xstrata, Mitsubishi y Teck Resources Ltd., registró utilidades de 1.400 millones de dólares por Antamina para el año que terminó en junio de 2013.
La mitad del impuesto de 30% que paga Antamina al estado va a la provincia llamada Ancash. San Marcos, el distrito donde está la mina, recibe 50 millones de dólares anuales, que lo convierten en el distrito más rico del país. Sin embargo, sus 15.000 habitantes no tienen carreteras pavimentadas, ni hospitales, ni una planta de tratamiento de aguas. Sólo hay tres médicos. Y el servicio de agua es intermitente en la zona urbana, donde ahora vive el clan Marzano Velásquez.
A las aldeas circundantes les va peor.
Casi un tercio de los niños de San Marcos sufren de desnutrición crónica; el doble del promedio nacional.
Abrumado por la corrupción, San Marcos ha tenido cuatro alcaldes en cuatro años. Tres de ellos fueron acusados de inflar costos en contratos de obras públicas y dar puestos de trabajo y comisiones ilegales a sus familiares. Ninguno está en la cárcel. El actual alcalde se encuentra en investigación por las mismas denuncias.
Luego de ser destituido tras haber sido acusado de nepotismo, uno de los exalcaldes fue arrestado por presuntamente tratar de huir con más de 100.000 dólares en efectivo.
Hace dos semanas, el actual alcalde fue detenido en una camioneta con 16.000 dólares en efectivo cuyo origen no pudo explicar. Fue liberado casi de inmediato y cuatro días más tarde se reportó el robo de 1,4 millones de dólares de las oficinas municipales.
Antamina dice que ha invertido 314 millones de dólares entre 2007 y 2012 en proyectos de «inclusión social» destinados a mejorar el nivel de vida, lo que incluye la atención prenatal y dental, la nutrición infantil y la cría de animales.
Al preguntarle por qué los residentes de San Marcos viven en tan malas condiciones, el portavoz de la compañía Martín Calderón respondió: «Creo que las preguntas que haces en esta comunicación bien pueden ser dirigidas a las autoridades, sean nacionales o regionales».
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Lineamientos del Banco Mundial, establecidos en la década de 1990, indican que si proyectos como Antamina, cuyos propietarios iniciales tenían préstamos garantizados con dicho banco, implicaban la reubicación de comunidades, sus miembros debían gozar con una calidad de vida igual o mejor a la que tenían antes del desplazamiento.
Pero esto no le sucedió al clan de los Marzano o a sus vecinos. La tasa de pobreza en la sierra peruana, ahora surcada por las cicatrices de la minería, es cercana al 50%, el doble del promedio nacional.
De los nueve hijos de Marzano, sólo el primogénito, Luis, trabaja en la mina. Pero él, junto con los otros, lucha contra la expansión de Antamina.
Al borde de la boca de la mina, que tiene una profundidad de cerca de 800 metros (casi media milla), las explosiones propias de la minería envían al cielo un polvo rojizo que luego se torna anaranjado. Las partículas caen en los pastizales y campos de Juprog. Metales pesados contaminan a sus habitantes, cultivos y ganado.
«Te asfixia, eso se penetra en tu piel, como si fuera carbón de leña», dijo Lidia Zorrilla, una agricultora de 34 años, mientras ordenaba unas papas que había cultivado y en momentos en que una nube de polvo avanzaba en su dirección.
La nube tiñó el cielo de color ocre y se mezcló con otras que flotaban cerca en su camino hacia las montañas nevadas de la Cordillera Blanca, uno de los lugares favoritos para los alpinistas que llegan de todo el mundo.
El director de tierras y reasentamiento de Antamina, Mirko Chang, asegura que esa nube de polvo no es tóxica.
«Es tierra», dijo Chang.
Pero los aldeanos dicen que ese polvo los enferma.
«Siempre (nos) paramos con tos, con malestar, dolor de cabeza, dolor de corazón, siempre», dice Pedro Cotrina, un agricultor de 51 años. Su esposa y su hijo se encuentran entre los aldeanos que tienen en su sangre altos niveles de plomo en la sangre, lo que fue documentado en unas pruebas médicas realizadas de 2006 a 2009.
En un estudio de impacto ambiental de 2007, Antamina dice que la compra prevista de 730 hectáreas de Juprog necesitaría un reasentamiento de familias a raíz de «los impactos pronosticados en la calidad de aire.»
A petición de los campesinos, organismos de salud del gobierno hicieron exámenes médicos y encontraron niveles elevados de plomo, de cadmio en su sangre y orina y de metales pesados en los pisos de cocinas y gabinetes, así como en el hígado de sus ovejas. El cadmio es un conocido carcinógeno, mientras que el plomo es tóxico para casi todos los órganos del cuerpo humano, según la Agencia para Sustancias Tóxicas y Registro de Enfermedades de Estados Unidos.
Los niveles de plomo en las personas, medidos en 2006, superaron el límite aceptable en Estados Unidos en 20 de 74 aldeanos, entre ellos nueve niños. Además, ocho de los 12 niños evaluados y más de la mitad de 70 adultos registraron niveles de cadmio en la orina superiores a los límites estadounidenses.
De Antamina se extraen varios metales: plata, molibdeno, plomo y bismuto. Ha incrementado en 38% su producción luego de que se invirtieran 1.500 millones de dólares en su capacidad de extracción desde hace dos años. La compañía planea mantenerla abierta hasta 2029.
Como su campo de explotación se ha agrandado, los aldeanos temen que la contaminación aumente. Mientras ambientalistas dicen que el gobierno debe proteger a los habitantes del pueblo y limpiar la zona, el Estado solo ha recomendado más estudios y que se remueva el polvo cargado de metales que llega a los hogares.
Antamina reconoció que ha habido quejas por el polvo, pero en su Informe de Sostenibilidad de 2010 dijo que cumplió al «100%» con las normas de calidad del aire.
Funcionarios del Ministerio de Salud no respondieron a reiteradas solicitudes para discutir los resultados ambientales, que la AP obtuvo a través de una petición de información y de abogados de los residentes de Juprog. Los funcionarios públicos peruanos raramente hablan sobre los problemas ocasionados por las grandes minas.
En 2010, un fiscal regional rechazó un intento de iniciar un proceso penal contra Antamina por contaminación, argumentando que «no era posible determinar la fuente».
En Perú jamás prosperan grandes demandas por contaminación contra la gran minería, afirman los abogados.
«Contra pequeños campesinos que tiran basura, contra indígenas que talan árboles en su propio territorio, allí si podemos encontrar procesos ambientales, pero contra grandes empresas que contaminan sistemáticamente, contaminan a la salud humana, eso no van encontrar», dijo Raquel Yrigoyen, abogada que ha representado de forma gratuita a los Marzano.
Por eso los ambientalistas llevan sus causas al extranjero.
En un caso conocido, la empresa estadounidense Newmont Mining Corp. pagó una suma no revelada a pobladores de la aldea de Choropampa tras un derrame de mercurio ocurrido en el año 2000. Newmont es propietaria mayoritaria de la mina de oro Yanacocha, en ese entonces la más grande de Latinoamérica.
En una reciente encuesta a 3.310 adultos en Perú, el 83% dijo que no cree que la mayoría de las empresas mineras protejan el medio ambiente.
El presidente Ollanta Humala dijo que le era difícil creer que Antamina estuviera contaminando.
Las multinacionales «no se arriesgarían a actuar de forma irresponsable», afirmó en una entrevista con la AP en septiembre. «Tendrían mucho que perder porque las leyes peruanas son muy duras hoy día para las empresas mineras que contaminan el ambiente».
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En Chile, los ambientalistas lograron una extraña victoria el año pasado contra una mina de alta montaña con una inversión de 8.500 millones de dólares. El estado chileno ordenó la suspensión de la construcción de Pascua Lama después de descubrir aguas contaminadas río abajo.
Las empresas mineras no han enfrentado algo similar en Perú, que sólo hasta 2008 tuvo un Ministerio del Medio Ambiente. En la actualidad, el Ministerio de Minas sigue siendo la entidad encargada de aprobar los estudios de impacto ambiental.
El presupuesto del organismo de evaluación y fiscalización ambiental fue de 19 millones de dólares el año pasado y carece de un laboratorio independiente en una nación que tiene 300 minas de clase mundial. A Antamina se le impusieron multas por 487.000 dólares, de los cuales el consorcio ha pagado 85.700 dólares. El resto está en apelación.
La mayor multa se levantó después que un estanque de residuos filtrara altos niveles de cobre, zinc y plomo en el río Juprog en junio de 2009. Tres años después se le impuso una multa de 392.000 dólares, que la minera impugnó.
El organismo de control ambiental heredó el manejo de más de 7.500 lugares con desechos mineros cuya limpieza, según estimaciones conservadoras del Banco Mundial, costará 250 millones de dólares. Se supone que las empresas mineras deben pagar por ella. Pero quien contamina casi nunca se identifica. De esos lugares con desechos, 60 pertenecen, en todo o en parte, a Antamina.
Los habitantes de Juprog no son los únicos que no creen en las agencias reguladoras. En julio de 2012, un conducto de 300 kilómetros (190 millas) que transporta concentraciones de zinc y cobre de Antamina a un puerto del Pacífico tuvo una fuga que afectó al pueblo de Santa Rosa de Cajacay. Una nube tóxica enfermó a decenas de personas. Algunos fueron hospitalizados varios días. El ministro del Medio Ambiente, Manuel Pulgar-Vidal, pidió la mayor multa posible en el momento: 14 millones de dólares. Un año más tarde, la multa que recibió fue de apenas 77.000 dólares.
Los aldeanos enfurecidos, incluyendo a su alcalde, desenterraron 100 metros de la tubería y cortaron parcialmente el cable de fibra óptica que controla su flujo.
«A nosotros no nos importa si perjudicamos económicamente a Antamina», dijo el líder local Hilario Morán. «No queremos ver esto más».
La ira de los pobladores creció cuando no se hicieron públicos los resultados de un estudio sanitario realizado por el gobierno tres meses después del derrame. Sólo se difundieron cuando el diario La República presentó una solicitud sustentada en las leyes de acceso a la información pública. Los resultados mostraron que la cuarta parte de los residentes tenía altos niveles de cobre en la sangre.
Las reformas al sistema que se han intentado desde adentro han sido frustrantes.
Ernesto Bustamante fue el director general de Asuntos Ambientales del Ministerio de Minas por cuatro meses en 2011. El biólogo molecular, graduado en la Escuela de Medicina de la Universidad Johns Hopkins, tenía la esperanza de utilizar su experiencia para diseñar formas de disolver químicamente los contaminantes.
Bustamante dijo que empleados de las mineras se colaban rutinariamente en el Ministerio para ayudar a sus técnicos en la redacción de estudios de impacto ambiental.
Afirmó que en dos ocasiones descubrió, usando Google Earth, que las mineras habían violado las regulaciones al iniciar proyectos de expansión que afectaban al medio ambiente, antes de solicitar los permisos necesarios.
Bustamante sospecha que muchos trabajadores del Ministerio estaban involucrados en favorecer a las mineras. Y descubrió que algunos «técnicos que ganaban un poco más de 1.000 dólares (al mes) estaban tomando vacaciones en París».
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A finales de 2011, un puñado de jóvenes, en su mayoría primos del clan Marzano Velásquez, decidieron enfrentar a la mina.
Construyeron chozas de paja cerca del borde de la boca de la mina, donde máquinas gigantescas extraen las rocas que luego pulverizan para ser transportadas por una banda a una planta de procesamiento ubicada a más de dos kilómetros.
Los primos ocupan las chozas dividiéndose en turnos. Pero las explosiones en la minas ahora son tan cercanas que salen corriendo cuesta arriba cuando suenan las sirenas de alerta, que preceden a las explosiones. «Las voladuras» han arrojado rocas que han aplastado ovejas y mulas que los lugareños obstinadamente continúan haciéndolas pastar en el lugar.
Ambas partes se acusan de traspasar los límites de las propiedades, y una serie de demandas y denuncias penales incrementan el resentimiento entre ellos. Antamina dice que la gente del clan ha saboteado sus máquinas. Los miembros del clan dicen que la policía contratada por la mina los ha detenido ilegalmente. Un juez pronto decidirá si los Marzano están usurpando tierras de la minas para expulsarlos.
Un fallo en su contra difícilmente desanimará a los jóvenes del clan, aunque los ancianos han perdido toda esperanza.
«Nos han engañado», dijo entre lágrimas Sabina Chávez, de 64 años, que maldice el día en que su hermana vendió la tierra de la familia. «Ellos no nos han dado nada».