“Si bajara un enviado del cielo y me garantizase que mi muerte fortalecería nuestra lucha, diría que hasta valdría la pena. Pero la experiencia nos enseña lo contrario. Un acto público y un entierro numeroso no salvarán la Amazonía. Quiero vivir”. El emblemático activista brasileño Chico Mendes escribió en 1988 esta frase en su testamento, probablemente consciente del riesgo al que se exponía. Sólo unos meses más tarde, el sindicalista cauchero era asesinado a tiros frente a la puerta de su casa, en Xapurí, en el estado de Acre, a manos de los mismos terratenientes a los que enfrentaba a diario por la brutal deforestación de una selva que hoy sigue gravemente amenazada. Casi tres décadas después, el 3 de marzo de 2016, Berta Cáceres, indígena hondureña y ganadora del premio Goldman por su oposición al proyecto hidroeléctrico de Agua Zarca, fue abatida por dos sicarios mientras dormía.
Convertidos en símbolos de la lucha ambiental, Chico y Berta son sólo dos números más en una abultada lista de ecologistas que pagaron con su vida por la defensa del medio ambiente. El reguero de mártires de la Pachamama, como se denomina a la Madre Tierra entre las comunidades indígenas de Suramérica, se extiende a la velocidad a la que crece la demanda de recursos para abastecer a una población creciente y consumista. Las disputas por un territorio cada vez más explotado les ha situado en el disparadero de empresas y gobiernos. La ONU considera a los ambientalistas el segundo colectivo de defensores de derechos humanos más vulnerable del mundo.
Los datos dan buena prueba de esta tendencia, que las organizaciones internacionales han denominado ya como un “fenómeno mundial en sí mismo”. Entre 2002 y 2014, un total de 1.024 personas fueron asesinadas por su labor en cuestiones agrarias y ambientales, según la ONG Global Witness, que ha realizado varias investigaciones sobre estos casos en los últimos años. 2012, el año más sangriento hasta la fecha, dejó un saldo de 147 muertos, una cifra que triplica a la de una década atrás. Actualmente, la media de asesinatos llega a más de dos por semana. Aún así, las cifras son sólo orientativas.
“Es prácticamente seguro que se hayan dado más casos, pero es difícil encontrar la información pertinente debido a la naturaleza del problema, y es aún más difícil verificarla. Además, la cifra de víctimas mortales apunta a que el nivel de violencia no letal e intimidación es mucho mayor”, advierte la organización.
El caso de Berta Cáceres, indígena y hondureña, y de su compañero Nelson García, asesinado varios días después, es especialmente paradigmático. El 40% de los crímenes de defensores de la tierra y el medio ambiente que se cometen en el mundo tienen como víctimas a personas indígenas, especialmente en las poblaciones de América Latina. Aunque Brasil es, de lejos, el país donde se perpetran más asesinatos (la mitad de las muertes se producen allí), Honduras, en relación a su población, es la nación más peligrosa para defender los recursos de la tierra. Sólo en 2014 fueron asesinados allí 12 activistas. Las presas hidroeléctricas, como las que combatía Berta y sus compañeros del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas (COPINH) son, detrás de los proyectos mineros y extractivos, la segunda causa de las matanzas.
“Lo único que hizo Berta fue denunciar el sistema. Denunció a las multinacionales, al capitalismo, el patriarcado y el sistema racista. Había recibido ya una serie de amenazas, la propia guardia privada de la empresa nos amenazó y tras su muerte y la de Nelson, el resto de miembros del Consejo estamos siento objeto de un sicariato policial”, dice desde Honduras Asunción Martínez, miembro del COPINH, que responde por teléfono a Público en medio de una manifestación para exigir una investigación independiente sobre el caso y que se ponga fin a la retención de Gustavo Castro, herido en el asesinato de Berta y único testigo del crimen. Pese al riesgo que corre, el Gobierno de Honduras le prohíbe abandonar el país.
Alejandro González, de la ONG Amigos de la Tierra, denuncia que las autoridades tratan de involucrar a Gustavo y a otros compañeros del COPINH en el asesinato de Berta orientando las investigaciones hacia un “crimen pasional”, desvinculado de los intereses políticos. Una delegación internacional de visita estos días en el país para impulsar una investigación independiente ha señalado la «nula predisposición» del Gobierno para este propósito. La desconfianza, en uno de los países más corruptos, desiguales y violentos del continente americano, está justificada. Más aún después del golpe de Estado militar de 2009 que trajo consigo una permanente situación de inseguridad institucional. En Honduras han muerto asesinados 111 activistas entre 2002 y 2014. Un 90% de los casos siguen sin resolverse.
«El actual Gobierno de derechas que dirige el presidente Juan Orlando Hernández ha invertido de forma prioritaria en la minería, silvicultura, agroindustria y presas hidroeléctricas», dice Global Witness en un informe de 2014. «Se sospecha que los principales autores de estos abusos son poderosos intereses económicos, que suelen usar la ayuda de empresas de seguridad privada. La policía y el ejército del país también han cometido violaciones de los derechos humanos de los activistas», prosigue. La impunidad, en cualquier caso, es endémica. En los más de mil asesinatos investigados por la ONG en más de una treintena de países, sólo 10 personas fueron juzgadas, condenadas o castigadas, lo que se traduce en un saldo de crímenes no resueltos del 99%. A menudo, quienes aprietan el gatillo son delincuentes comunes o trabajadores a sueldo de los autores intelectuales, a los que es mucho más complicado echar el guante.
“Recibí bastantes amenazas. A veces escuché disparos o aparecían saqueadores con machetes donde estábamos trabajando. No podías ir sola. Íbamos a la policía a poner las denuncias y allí se quedaban, aunque conseguimos que personal del Ministerio, que iba armado, nos acompañara cuando teníamos que patrullar las playas”. La que habla es Lydia Chaparro, una bióloga española que trabajó hace años en varios proyectos de protección de tortugas marinas en Costa Rica junto a Jairo Mora. En 2013, Jairo, de 26 años, fue asesinado presuntamente por un grupo de saqueadores de huevos de los que había recibido constantes amenazas y frente a los que Jairo había pedido protección. Pese a estar prohibida su venta, los huevos de tortuga son una fuente de financiación importante para las mafias en la zona, que funcionan muchas veces en paralelo a los narcotraficantes. Las autoridades trataron primero de vincular el asesinato a la delincuencia común y más tarde absolvió a los sospechosos. Ahora, la presión social ha conseguido que se repita el juicio. Lydia reconoce que su trabajo en España también le ha costado insultos y amenazas verbales.
«Es difícil probar quién está realmente detrás, aunque si se sigue la pista se sabe. Pero los Estados no ponen los recursos para esclarecer los hechos o directamente cierran los casos. Muchos países tienen una violencia estructural muy fuerte y los delitos se achacan a la violencia común», dice Erika González, investigadora del Observatorio de Multinacionales en América Latina.
Aunque los orígenes son diversos, buena parte de los conflictos que se generan vienen derivados de grandes proyectos eléctricos, extractivos o mineros, muy ligados al recurso del agua y que producen fuertes impactos sobre el hábitat, la alimentación y los modos de vida de las poblaciones que ocupan el territorio. Sólo en 2014, América Latina captó el 27% de la inversión en exploración minera a nivel mundial. Muchas veces las empresas que llegan, generalmente norteamericanas y europeas, se encuentran además con un panorama legislativo que les es absolutamente favorable. En aras de atraer la inversión extranjera, los gobiernos llevan a cabo profundos procesos de desregularización, por los que se suavizan o eliminan leyes de protección laboral, social y medioambiental. Los ecologistas, en su mayor parte ciudadanos locales de escasos recursos, son vistos como opositores al desarrollo y obstáculos para el crecimiento económico del país y de las empresas, que en ocasiones obligan a las poblaciones a desalojar por la fuerza el área donde viven, violando incluso los acuerdos internacionales como el Convenio 169 de la OIT, que obliga a los Estados a hacer una consulta previa en el caso de las comunidades indígenas.
Todo lo anterior genera un caldo de cultivo idóneo para los enfrentamientos por los recursos y la tierra, que se extiende a lo largo y ancho del hemisferio Sur. Sólo un vistazo al mapa latinoamericano da una idea de la dimensión del problema. El Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina, que documenta y cartografía estas crisis en el continente, tiene localizados sólo por asuntos mineros 37 conflictos en México, 36 en Perú, 36 en Chile, 20 en Brasil, 13 en Colombia, 9 en Bolivia, 7 en Ecuador, 6 en Guatemala, 4 en Honduras y otro buen número de ellos repartidos por el resto de países.
«El extractivismo se ha ido convirtiendo en casi un dogma económico incuestionable, promocionado y defendido indistintamente tanto por gobiernos progresistas como neoliberales. En los primeros se trata, según el propio discurso, de fuentes frescas de divisas para pagar la deuda social. En los segundos, el discurso es de crecimiento y desarrollo», dice en un informe el Observatorio. «Es en este contexto donde las legislaciones nacionales buscan adecuarse a las facilidades requeridas por las empresas, a condición de tener un trato preferencial por el gremio minero internacional y concentrar así las mayores inversiones de la región».
Si las políticas de los gobiernos ayudan poco o nada a la resolución de estos conflictos, las empresas que firman o financian los proyectos dejan a su vez un largo historial de malas prácticas que no hacen sino empeorar la situación. El Tribunal Permanente de los Pueblos, un jurado ético no gubernamental entre cuyos miembros se encuentra el magistrado español del Tribunal Supremo Perfecto Andres Ibáñez, además de economistas, catedráticos, médicos, abogados y destacados defensores de los derechos humanos, condenó en 2010, tras más de seis años de investigación sobre la labor de las transnacionales, a buena parte del tejido empresarial más importante de Europa por las «violaciones sistemáticas» de los derechos humanos y el medio ambiente en Lationamérica. En la sentencia, de carácter no vinculante, se reflejan los casos de, entre otros muchos, Aguas de Barcelona, Bayer, BBVA, HSBC, Santander, Benetton, British Petroleum, Calvo, Canal de Isabel II, Continental, Endesa, Nestlé, Percanova, Repsol YPF, Sol Melià, Shell, Suez, Syngenta, Telefónica, Unilever o Unión Fenosa.
Aunque la matriz es extranjera, la mayor parte de estas compañías opera en los países de destino a través de la compra de filiales o empresas subcontratadas -explica Erika González-. Llegado el caso de conflictos o denuncias, la mayoría se desentiende de la responsabilidad de sus derivadas, haciendo muy difícil que puedan ser juzgadas en sus países de origen. »Desde la perspectiva institucional vigente, las responsabilidades y obligaciones empresariales son ignoradas, dejando a las propias empresas la decisión sobre el respeto a las mismas. Hasta el momento, las ETNs (empresas transnacionales), con la complicidad de los gobiernos, han logrado resistirse a la adopción de cualquier código internacional vinculante que determine el cumplimiento de sus obligaciones», dice en su texto el Tribunal.
En efecto, no existen instancias jurídicas internacionales ante las que denunciar a las empresas por los casos de violaciones de derechos humanos o al medio ambiente. En su día, se planteó que la Corte Penal Internacional , encargada de juzgar a las personas acusadas de cometer crímenes de genocidio, de guerra, agresión y lesa humanidad, pudiera también juzgar a las empresas, pero finalmente se descartó esta posibilidad. »Las multinacionales disponen de multitud de mecanismos que protegen su impunidad y sus intereses, mientras que no hay ninguno para proteger los derechos de las personas», sentencia Erika.
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