Hay un mapa de Sudamérica pintado de gris. Sobre ese mapa resaltan en verde cuatro de los países amazónicos: Perú, Ecuador, Brasil y Colombia. Sobre ellos hay dibujadas 478 cruces negras que representan a “Los silenciados de la guerra por la tierra”, como dice el título del informe. En Colombia aparecen 50 cruces, 50 líderes asesinados o desaparecidos en los últimos doce años.
La investigación fue realizada por Ojo Público, un medio independiente fundado por curtidos periodistas peruanos que, como muchos colegas en otras partes del mundo, han decidido atrincherarse y resistir, desde espacios digitales alternativos, el conformismo y el resto de malos hábitos de los grandes medios masivos.
A principios de abril pasado, casi en simultánea, vimos aparecer el informe de “Los silenciados” en nuestras timelines de Facebook. Entonces, también en simultánea, comenzamos a indagar por las vidas de estos hombres y mujeres, muchos menores de 40 años, cuyas voces fueron silenciadas luego de asumir la vocería de comunidades que luchan por la protección de sus derechos humanos, la propiedad de sus tierras despojadas o el equilibrio ambiental de sus regiones.
Hicimos el ejercicio de descubrir cuántas de estas víctimas habían defendido causas netamente ambientales en Colombia. Descubrimos trece. Trece ambientalistas colombianos que en los últimos años han sido asesinados o no han regresado a sus casas luego de liderar procesos en los que buscaban que sus comunidades fueran consultadas frente a los grandes proyectos mineros, hidroeléctricos y agroindustriales de los últimos años.
Ellos son: José Reinel Restrepo, Miguel Ángel Pabón, Adelinda Gómez Gaviria, Javier Silva Pérez, Jairo Antonio Varela, Sandra Viviana Cuéllar, César García, Jorge Eliécer de los Ríos, Eduard Cardozo, Enrique Flórez, Leovigildo Cunampia Quiro, Nelson Giraldo Posada, John Jairo Palacios y Orlando Valencia.
La lista podría ser más larga, mucho más larga, y a pesar de valiosos esfuerzos como el de Ojo Público y Global Witness, tener un registro completo es casi imposible, por la lejanía y el olvido y el silencio en el que se sumen las poblaciones después de haber perdido a sus líderes, a sus guías. Estas quedan huérfanas y muchas de ellas, simplemente, deciden esconderse. No volver a salir. No volver a hablar.
Quienes los conocieron, nos hablaron de ellos.
Javier Silva Pérez, 41 años
Desaparecido el 21 de abril de 2012 en Yopal, Casanare.
“Ya en quince días se acaba esta mierda”, le dijo Javier Silva a su hermana Nancy dos días antes de desaparecer. Silva iba a dejar su cargo como presidente de la Asociación de Juntas de Acción Comunal del corregimiento El Morro (Yopal, Casanare), desde donde les había declarado la guerra frontal a las petroleras. Su desaparición se sumaría a la racha de violencia y muerte que ha acompañado a esa asociación desde que nació hace 24 años. Cinco líderes han sido asesinados: Parmenio Parra, Carlos Arrigí Gabriel Ascencio Oswaldo Vargas, Faustino Acevedo.
El sábado 21 de abril de 2012, hacia las 6:00 p.m., Javier terminó de dictar unas capacitaciones en Yopal y tomó su moto para dirigirse a El Morro, donde vivía con su esposa y Ánderson, su único hijo. Vestía una camisa blanca, un jean y llevaba un morral negro terciado a la espalda. “Esa tarde llovió bastante. El río Cravo Sur se llevó unos 100 metros de la vía y muchos creímos que la corriente también se había llevado a Javier. Duramos una semana buscándolo. Aparecieron la moto y el cuerpo de otro señor, pero de él no se encontró absolutamente nada”, cuenta Rubiel Vargas, hermano de Oswaldo, uno de los líderes de El Morro, asesinado en septiembre de 2004.”Si no se lo llevó la avalancha, entonces nos lo desaparecieron”, dice Nancy que concluyeron ella y su familia.
Javier nació el 20 de agosto de 1970 en Labranzagrande (Boyacá), donde fue concejal; años más tarde trabajó como corregidor, tesorero y presidente de la Junta de Acción Comunal de El Morro. Era el segundo de siete hermanos. “Sencillo, humilde, servicial; callado, pero cuando nos reuníamos le gustaba la recocha”, añade Rubiel.
La llegada de Javier al departamento del Casanare, el segundo productor de petróleo de Colombia, marcó el comienzo de su lucha sindical por la defensa de los pueblos ocupados por las petroleras. “Él decía que donde había petroleras había contaminación y corrupción; que por medio de ellas estaba llegando mucha gente que traía malas costumbres”, dice Nancy.
Javier peleó contra la petrolera Grant, que “prácticamente se adentró a las malas a la finca de nosotros para hacer estudios de topografía y perforaciones, aprovechándose de que mi mamá y mi papá estaban solos”. Peleó también contra la Exxon cuando estaba empezando a construir su emporio en el Casanare: 2él les decía que antes de empezar a trabajar tenían que hacer un proyecto con la comunidad: una granja ambiental, unas vías alternas, un polideportivo… Días después un ingeniero de la multinacional fue a la casa de él y le dijo que le daba 500 millones para que los dejara trabajar. ‘Yo no quiero esa plata’, les respondió Javier”, cuenta Nancy.
El último líder campesino que lloraron los habitantes de El Morro fue Faustino Acevedo, presidente también de Asojuntas: murió el 6 de abril de 2014 luego de recibir tres disparos en la cabeza. Días después de su muerte la prensa local difundió un comunicado en el que el Frente José David Suárez del Ejército de Liberación Nacional (Eln) se atribuía el asesinato del líder y lo justificaba porque “dicho dirigente se halló responsable en la desaparición del también dirigente Javier Silva, provocada por la compañía petrolera Equion, que fue la mayor beneficiada por la desaparición puesto que Silva se oponía al nuevo proyecto de expansión”.
“Cuando salió ese comunicado quedamos fríos… Uno, sabiendo que Faustino y Javier eran buenos amigos… Yo no estuve de acuerdo —señala Nancy—. Ese informe nos hizo mucho daño. Ahora la familia de Faustino nos tiene hostigados diciéndonos guerrilleros”. La desaparición de Javier sigue en investigación en la Fiscalía. “Eso es como si nada… tres años y un mes después no nos han dado ninguna razón”, concluye la hermana de Silva.
Jairo Antonio Varela Arboleda, 49 años
Asesinado el 5 de octubre de 2011 en Tierralta, Córdoba
“Él borracho me decía que me quería mucho. El último fin de semana que pasamos juntos fuimos a la cantinita y me mandó a poner un disco de Rafael Orozco… ese que dice ‘esa la que tanto quiero, esa la que tanto adoro’”. Ana Miladys Ramos despidió a su esposo Jairo Varela, guardabosques del Parque Nacional Natural Paramillo, un lunes por la mañana. Lo siguiente que supo de él lo escuchó de boca de un vecino, cuatro días después. “Es que mataron a Jairo”, le informaron, “y yo pegué el grito y caí por allá sentada. Me pareció tan imposible. Él era tan bueno con la gente, lo querían tanto. Pero claro, no todos lo querían”.
El 5 de octubre de 2011, a los 49 años, Jairo Varela murió de dos balazos. Ese día había estado trabajando en la elaboración de un censo de los campesinos de Saiza (Tierralta, Córdoba) y en la medición de sus tierras. Varela nació allí, en el corregimiento más aislado de Tierralta; un caserío enclavado en el Nudo del Paramillo que ha tenido que resistir la presencia histórica de los grupos armados ilegales: primero de las Farc y el Eln y luego de los paramilitares, que entraron a disputarse uno de los principales corredores del narcotráfico en el noroccidente del país.
Ese día, dos hombres vestidos de civil, cargando fusiles, llegaron hasta su oficina. Les reclamaron a él y a sus compañeros por su presencia en esa zona, los citaron a una reunión al día siguiente. Se fueron, pero volvieron faltando diez minutos para las ocho, apartaron a Jairo del resto y le dispararon. “Para mí es como si yo hubiera muerto, como si todo se hubiera acabado”, dice Ana Miladys.
Jairo fue presidente de la junta de acción comunal de Saiza, fue inspector de policía y luego se convirtió en funcionario de Parques Nacionales. Paralela a su ascenso como líder está la historia de su infortunado pueblo, que tuvo que desplazarse completo en 1999 luego de una violenta incursión paramilitar; está el retorno seis años después de los más desesperados, que no aguantaron el hambre y la pobreza; está el volver y encontrar que muchas de sus tierras habían sido usurpadas y convertidas en cultivos de coca por campesinos forasteros, al parecer por órdenes de las Farc.
Jairo empezó a confrontar a los invasores, a investigar qué había detrás de su llegada y, dicen en Saiza, eso fue lo que molestó a quien sea que haya dado la orden de matarlo.
“El trabajo comunitario tiene muchos enemigos –dice Juan de Dios Arboleda, su primo–, y más en el trabajo específico que nosotros estábamos haciendo. Uno defendiendo lo nuestro y ellos poniendo a otros a cultivar coca. Nosotros sí les decíamos directamente que no podían mandar al campesino a que sembrara coca… Tampoco les hicimos el mandado cuando nos pidieron que fuéramos voceros entre ellos y la comunidad. Luego de la muerte de Jairo bajamos la guardia un año, pero volvimos a seguir trabajando”.
“Jairo era muy alegre. Usted nunca lo veía bravo. Saludaba siempre sonriendo”, cuenta su esposa. Su primo Juan de Dios le da la razón: “era muy servicial y amable, y también muy rumbero, de buen ambiente. A Jairo lo querían mucho… en su entierro estuvieron unas 3.000 personas, calculo yo, y a pesar de la tristeza podría decirse que fue un entierro muy hermoso”.
Adelinda Gómez Gaviria, 36 años
Asesinada el 30 de septiembre de 2013 en Almaguer, Cauca.
“Yo no le debo nada a nadie, pero tengo miedo, Jairo”. Adelinda Gómez no se sentía segura, en especial cuando regresaba a su casa en la vereda Cortaderas del municipio de Almaguer, en pleno Macizo Colombiano. “A ella le nacía trabajar por la comunidad, insistía en luchar por los derechos de las mujeres y en defender el territorio de la minería —cuenta Jairo Pipicano, su esposo—. La habían amenazado y por eso me avisaba a qué hora iba a regresar y yo salía a encontrarla en el camino. Pero ese día todo fue diferente”.
“La historia de esa noche, que Jairo Pipicano no quiere recordar, podría comenzar el día en que Adelinda empezó a preocuparse por la expansión de la minería en el Macizo Colombiano, en el Cauca; una región en la que abundan el agua y la tierra fértil, pero también la plata, el carbón, el coltán y el oro. Adelinda y Jairo se habían conocido en Almaguer y vivían con sus tres hijos: Émerson, Ánderson y Wilson, el mayor y quien la acompañaba siempre. Incluso esa noche, de la que él tampoco quiere hablar.
“Guido Rivera, líder del Comité de Integración del Macizo Colombiano (CIMA), cuenta que la conoció en 2010, cuando ella se unió al Comité. “Empezamos a investigar sobre minería legal e ilegal y ella se convirtió en un enlace fundamental para convocar y socializar el tema en su municipio”. En su investigación encontraron que en Almaguer se habían entregado siete títulos mineros, la mayoría en zonas de gran importancia ambiental, y que había 18 solicitudes pendientes con una extensión de más de 15.000 hectáreas, que podrían cubrir el 50% del territorio del municipio. En el Macizo Colombiano se produce el 70% del agua que consume el país.
“Guido se refiere a Adelinda como una mujer alegre, con carisma, “que había aprendido a identificar el valor de conservar y defender nuestro territorio”. En la casa que hoy está abandonada, y a la que no pudieron regresar ni Jairo ni los niños, sembraban café, yuca y plátano. “Ella se le medía a todo, era una líder por naturaleza, una mamá entregada. También cultivaba, no tenía ningún problema en echarse un bulto al hombro o en echar machete. Era una trabajadora incansable”.
Adelinda había impulsado una audiencia pública para denunciar los impactos sociales y ambientales de la minería y un foro en el que participaron más de 1.000 campesinos e indígenas. Un mes antes de morir recibió una llamada: “Deje de joder con esa cosa de la minería, eso es riesgoso y se va a hacer matar”. Le ofrecieron trabajar para los mineros y no aceptó. “¿Por qué me van a hacer algo a mí, Jairo? Yo no he hecho nada malo. No voy a vender el municipio por un gramo de oro”, decia.
“Nos descuidamos y mire lo que pasó…”, dice Jairo. Su voz empieza a apagarse.
“Era un lunes. A las 4:00 p.m. salió de la casa y me dijo que no la esperara temprano, que iba para una reunión con otras líderes. Se fue con Wilson, que era muy apegado a ella. A las 8:30 escuché que el muchacho gritaba y cuando salí lo vi arrastrándose y lleno de sangre”. En el camino dos hombres la esperaban. Wilson trató de defenderla, pero lo golpearon y le dispararon. Adelinda trató de escapar, pero cinco disparos la detuvieron. “Salí corriendo con los niños y la encontramos en el camino. En ese momento uno pierde todo. Nosotros éramos tan apegados… Ella me decía que había que pelear, que no nos podíamos quedar callados”. En la actualidad la investigación está detenida en un juzgado en Pasto. Jairo y sus hijos nunca regresaron a Almaguer.
Miguel Ángel Pabón Pabón, 36 años
Desaparecido el 31 de octubre de 2012 en Barrancabermeja, Santander.
En la portada del libro Aguas represadas, el caso del proyecto Hidrosogamoso en Colombia, aparece la foto de un hombre con nueve pescados en sus manos. Ese hombre es Miguel Ángel Pabón Pabón, defensor de comunidades de campesinos y pescadores, desaparecido desde el 31 de octubre de 2012.
“Diez días antes de su desaparición lo llamé para contarle que ya tenía el libro, le dije que había quedado muy bien en la foto y quedamos de reunirnos para llevárselo. Nunca se lo pude entregar”. Claudia Ortiz es una de las líderes de la zona, pertenece al movimiento Ríos Vivos y era amiga de Miguel. “Lo conocí en 2009, él era el presidente de la Junta del Asentamiento El Peaje en el Municipio de Betulia, Santander, ubicado cerca de las obras de construcción de la hidroeléctrica Sogamoso. Él estaba en contra de represar y desviar el río Sogamoso y de los efectos que representaba un proyecto como este. Siempre buscaba mejorar las condiciones de vida de la comunidad”.
Miguel trabajaba en una finca en la parte alta del municipio, cultivaba yuca y plátanos y hacía trabajos de electricidad de manera esporádica, pero la mayoría del tiempo se dedicaba al trabajo comunitario. Hizo parte del grupo que creó el Movimiento Social por la Defensa del Río Sogamoso y en 2011 ayudó a fundar el Movimiento Ríos Vivos. Era común verlo en las movilizaciones por la defensa del río. “Viajamos mucho a otras regiones para analizar otros proyectos hidroeléctricos y denunciar sus efectos sociales y ambientales”. Miguel era prudente, hablaba tan bajo que a veces no se le escuchaba; era cuidadoso.
Tatiana Roa, coordinadora de la fundación Censat Agua Viva y una de las autoras del libro en el que aparece, lo recuerda con gratitud: “Yo conocí a Miguel durante su trabajo por la defensa del río Sogamoso. Era una persona muy generosa, muy entregada a su gente. Él estaba preocupado además por las personas sin techo en su región. Era un hombre muy consciente de las problemáticas sociales y ambientales”.
En 2011 se trasladó al municipio de San Vicente de Chucurí para apoyar la conformación del asentamiento Los Acacios. Cerca de 300 familias desplazadas y damnificadas por la ola invernal empezaban a levantar sus viviendas y Miguel había logrado que les pusieran electricidad. Su meta era construir un acueducto comunitario.
El miércoles 31 de octubre de 2012 tuvo una reunión para organizar una brigada de fumigación y detener los contagios por dengue en el asentamiento. Horas más tarde nadie volvió a verlo y en este momento nada se sabe. “Era un hombre muy alegre y desinteresado, no tenía absolutamente nada y lo daba todo por su gente. Entregó su vida a las luchas sociales y ambientales. Uno quisiera que hubiera muchos como él en este país”, dice Tatiana Roa.
José Reinel Restrepo, 36 años
Asesinado el 2 de septiembre de 2011 en Belén de Umbría, Risaralda.
El 2 de septiembre de 2011 llegó a la morgue de Belén de Umbría un cadáver que nadie reconoció. La Policía lo había encontrado en la carretera que conduce al municipio de Mistrató, en Risaralda, con dos disparos en la espalda y sin documentos. Era José Reinel Restrepo, el párroco del municipio de Marmato (Caldas), opositor radical del proyecto de minería a cielo abierto que planeaba la compañía canadiense Gran Colombia Gold y que implicaba el traslado de todo el pueblo.
“El padre José Reinel quería arreglar la parroquia, pero cuando hizo las averiguaciones, algunos trabajadores de la Medoro, como se llamaba la minera en ese momento, le dijeron que le ayudaban, siempre y cuando construyera una nueva iglesia y en otro sitio. Él quedó muy preocupado y empezó a indagar por qué querían mover la parroquia. Era un hombre muy comprometido y muy entregado a la comunidad”, dice Mario Tangarife, líder de los pequeños mineros de Marmato.
Marmato creció sobre el cerro El Burro, una montaña rica en oro de la que han vivido varias generaciones. La mayoría de sus cerca de 9.000 habitantes se ha dedicado a la minería artesanal durante décadas. Sin embargo, desde 2005 el pueblo está en la mira de las grandes mineras, todas canadienses: en 2008 llegó la Colombia Goldfields, que intentó comprar no sólo las minas sino también varias viviendas. Después llegó Medoro Resources y compró a la primera, y el último movimiento ocurrió con la fusión de Medoro con Gran Colombia Gold. Sus planes son ambiciosos: hacer minería a cielo abierto para extraer los recursos a mayor velocidad, lo que tendría enormes implicaciones ambientales y, además, obligaría a la construcción de un nuevo Marmato.
El padre José Reinel lideraba el Comité Cívico Prodefensa de Marmato. Poco antes de su muerte había hecho unas declaraciones que, para muchos, lo sentenciaron a muerte. En el documental Marmato, pesebre de oro que grita afirma con voz pausada y un leve tartamudeo: “Quieren aprovecharse de la población, quieren desalojar la población y la parroquia… Aquí mismo han venido y me han preguntado si yo estaría de acuerdo en esa reubicación del pueblo y yo les he dicho que no. Si me van a sacar de aquí me tienen que sacar a bala o a plan”.
José Reinel nació en Viterbo, Caldas, el 2 de octubre de 1975 y a los 24 años se ordenó como sacerdote en la Catedral de Pereira. Pasó por las parroquias de Anserma, Riosucio, Pereira y Santuario, y llegó a Marmato en 2008.
Entre el 23 y el 26 de agosto de 2011 el sacerdote viajó a Bogotá con varios líderes de Marmato, incluido Mario Tangarife, con el fin de denunciar los impactos del proyecto en varias organizaciones y medios de comunicación. “Cuando regresamos lo mataron”, señala Mario. Han pasado casi cuatro años y aún no se sabe nada de los responsables. Quedan sólo sus palabras que hoy parecen un mal presagio: “Si a mí como párroco me dicen que me tengo que ir, yo les diría que lo que tengo es que morirme”.
Sandra Viviana Cuéllar Gallego, 26 años
Desaparecida el 17 de febrero de 2011 en Cali.
“Sandra había conseguido esa semana un apartamentico para irse a vivir sola. El papá la había ayudado a trastearse y se estaba terminando de acomodar. Ese día me llamó, se disculpó porque tenía que cancelar una comida a la que nos había invitado y yo le dije que no se preocupara, que ya habría tiempo para eso”, cuenta doña María Elena Gallego antes de romper en llanto y decir que prefiere que sea su esposo el que hable de la desaparición de su hija de 26 años, ocurrida el 17 de febrero de 2011 en un paradero de buses de Cali.
A Sandra Cuéllar la desaparecieron un jueves hacia mediodía, en un sector conocido como El Terminalito. Iba rumbo a Palmira a dictar su primera clase de cultura y medio ambiente en la Universidad Nacional. Vestía un bluyín y una camisa negra. Su celular y su billetera fueron encontrados dos días después cerca del paradero de buses, intactos. Esa fue la última y la única noticia que tuvieron de ella. “Es como si la hubieran desaparecido ayer”, dice su amigo Hildebrando Vélez, quien fue amenazado y hostigado por liderar su búsqueda.
Sandra Viviana se había graduado con honores como ingeniera ambiental. Bailaba música folclórica, escribía poesía y, sobre todo, entregaba sus días a acompañar a las comunidades campesinas, indígenas y negras vulneradas. Defendía a los corteros de caña que reclamaban condiciones de trabajo más dignas; dio el debate sobre el costo ambiental que representaba la multiplicación de cultivos de palma para la producción de biodiésel, pues su expansión es uno de los principales motores de deforestación en Colombia; lideró el referendo por el agua en su región, que buscaba la consagración del agua potable como derecho fundamental, y semanas antes de desaparecer había convocado a la construcción de una red en defensa de los humedales, una lucha por la recuperación de “las 150.000 hectáreas de humedales que se han tomado los cañicultores de la cuenca del río Cauca”, explica Hildebrando.
“Sandra es una persona muy activa, llena de inquietudes, preocupada por el mundo que la rodea. Y con muchas proyecciones, no sólo a nivel profesional, sino también en lo artístico y en lo espiritual”, dice su papá, siempre hablando en presente, y cuenta que en el último diciembre que celebraron juntos, ella acababa de regresar de un viaje de seis meses por Sudamérica, en el que estuvo muy cerca de los pueblos indígenas. “Ella vivía y sufría por todo lo que tuviera vida: una planta, un animal abandonado —afirma Hildebrando—. A mí me impresionaba su capacidad de dinamizar, de movilizar, de relacionarse de una manera alegre y sencilla con la gente”.
La imagen sonriente de Sandra Viviana Cuéllar en una comparsa en la Feria de Cali, con el cuerpo teñido de dorado y los labios pintados de rojo, aparece en decenas de artículos y campañas en internet que reclaman su regreso. En uno de estos sitios web, La Voz del Pueblo Latinoamericano, se lee: “Estamos enfureciéndonos por el silencio institucional, estamos enfadándonos por la modorra de la justicia, estamos perdonando a los perpetradores por la paz de nuestros espíritus. Tú harías lo mismo”. Después de cuatro años de investigación, su familia no ha recibido ninguna respuesta de la justicia, “ni siquiera una hipótesis de quién pudo desaparecerla”, dice su papá.