08 de Febrero 2012
Hermann Belinghausen
Los intereses económicos están a punto de devastar la zona y los conflictos comienzan a escalar a partir de la intrusión de proyectos mineros e incursiones militares, denuncian. Foto: Huichol del Poblado de Wirikuta. La Jornada
Estación Catorce, SLP. Causó gran impacto en toda la región del Altiplano potosino la movilización de los pueblos wixarika, concluida ayer martes en el cerro El Quemado. Desde días antes, mientras los peregrinos “huicholes” iniciaban sus trayectos hacia Wirikuta, en estos pueblos y ejidos, y hasta las en cierto modo distantes ciudades de Matehuala y Saltillo, la noticia corría de boca en boca, por la radio, los sermones en las parroquias, y ya en las vísperas, los noticieros. Todos sabían a qué venían los indígenas. A protestar y defender las tierras del desierto que, como los marcianos de la canción, llegaron ya.
Los conflictos comienzan a escalar, cuando en Santa Gertrudis la intrusión del Proyecto Universo, de una gran minera canadiense, Revolution Resources, está causando desalojos violentos, incursiones del Ejército federal para reprimir y expulsar a pobladores. Un líder fue detenido por la policía estatal y se encuentra preso. Al parecer, justo debajo del poblado pasa una gran veta de oro que recorre el desierto en su extremo poniente.
A diferencia de los wixaritari, que han convivido con este desierto durante siglos, y con estos ejidos casi un siglo más, y que se oponen en bloque a la minería y la agroindustria tomatera, muchos ejidatarios han cedido a las presiones del gobierno y las empresas, y está rentando o vendiendo sus tierras sin resistencia. Muchos de ellos son agricultores y criadores de cabras, tan desalentados como las mujeres, con frecuencia sin marido, pues se les fue “al norte”.
-Mejor que vengan las mineras a dar trabajo que morirnos de sed, sin empleo ni dinero. Los huicholes no nos van a dar empleo, y si todo es por su peyote, pues las tierras son nuestras y ahí sí ni modo- dice una comerciante, ya mayor, en esta estación ferrocarrilera que solía tener más vida cuando pasaba el ferrocarril de pasajeros del norte.
Pocos ejidos se han negado a vender, como Las Margaritas y San Antonio el Coronado. En las ciudades, los opositores a las mineras son reprimidos. En Charcas, que ya es una población minera pero cuenta con zonas rurales, han sido quemadas casas de los inconformes, al sur del desierto. Mientras en el extremo norte, Cedral, presuntos narcotraficantes han amenazado a quienes se oponen a las tomateras, el otro invasor y destructor del altiplano.
La presencia de pistoleros y grupos de extorsión han causado que en Vanegas esté ya un campamento militar, y hace un par de meses se suscitaran un enfrentamiento y una persecución que llegó al pedregoso camino que asciende a Real de Catorce, donde tras un nuevo enfrentamiento murieron dos presuntos delincuentes. A nivel coloquial, todos los llaman “zetas”. Eso dicen ser.
Aquí los campesinos viven de lechuguilleros, cabreros, agricultores. Pero este año el maíz no creció ni veinte centímetros. Se trata de una región azotada por esos males hoy tan extendidos en México: sequía crónica, pobreza, desempleo, minería a escala masiva, abandono gubernamental, delincuencia organizada, incipiente militarización, desencanto y miedo de la población.
Tanto ejidatarios como wixaritari hablan de que se deben encontrar soluciones que beneficien a los agricultores y comerciantes del desierto, que detengan la emigración y puedan tener aquí una buena vida, disfrutando este territorio que es duro, pero también ha sido generoso hasta hace poco. Los intereses económicos están a punto de devastarlo.
“Un centro ceremonial grandísimo, de más de 140 mil hectáreas”, según lo ve un peregrino wirárika. Una literal mina de oro para los inversionistas internacionales. Un lugar sin futuro para muchos de sus pobladores. Una reserva natural inigualable según los científicos y los ambientalistas.