Por Roger Merino*
21 de abril, 2013.- El Derecho Público ha sido un instrumento poderoso para justificar la expropiación del territorio indígena en el proyecto colonizador. La utilización de doctrinas legales como la teoría del descubrimiento y la conquista (desarrollada por el Juez inglés Edward Coke), la “guerra justa” (desarrollada por el padre del Derecho Internacional, Francisco de Vitoria), “terra nullius” (promovida por el padre del liberalismo, John Locke), o la teoría de las naciones dependientes (formulada por el juez estadounidense, John Marshall), son ejemplos clásicos de ello. Sin embargo, el Derecho Privado también ha tenido un rol importante en este proceso a través del derecho contractual.
Así, en la historia de la colonización se han celebrado muchos contratos entre los colonos y los indígenas que casi nunca fueron justos (con términos de intercambio desproporcionados) o incluso fueron fraudulentos. Por ejemplo, en Nueva Zelanda, cuando este tipo de transacciones fueron investigadas en los años 1840s, se encontró que los supuestos vendedores Maori no poseían la autoridad de negociar por todos los titulares de los enormes territorios vendidos (Banner, 2005). En el tratado con la federación de pueblos indígenas Haudenosaunee (1789), Estados Unidos garantizaba a las naciones indias una extensa parte de territorio (la mitad de New York), prohibiendo la compra de esa tierra por no indígenas, incluyendo el Estado. Sin embargo, el Estado de New York usó contratos de leasing – muchos de hasta 999 años – sobre casi todo el territorio nativo. Los Haudenosaunee inicialmente estuvieron de acuerdo porque el gobernador les aseguró que esa era una manera de proteger su territorio en contra de las ventas ilegales, y la Corte Suprema de New York legitimó los ilícitos leasings (Churchill, 2002).
Estas transacciones se celebraban desde la perspectiva del Derecho Occidental, asumiendo que cada contratante defiende su propio interés individual en la formulación de una relación jurídico-patrimonial entre dos partes libres e iguales. Esta visión del derecho contractual es universalista pues pretende que todo contratante maximice un interés económico, negando cualquier otro tipo de legalidad que se base en valores ajenos a la autonomía de la voluntad.
Esta es la tradición en la que justamente se basa el “acuerdo previo” regulado en el Artículo 7 de la Ley N° 26505: “la utilización de tierras para el ejercicio de actividades mineras o de hidrocarburos requiere acuerdo previo con el propietario o la culminación del procedimiento de servidumbre…”. Asimismo, el Reglamento Ambiental para las Actividades de Exploración Minera, Decreto Supremo N° 020-2008-EM, en su Artículo 7.1 inciso c) señala que es obligación del titular de la concesión contar con el “derecho de usar el terreno superficial correspondiente al área en donde va a ejecutar sus actividades de exploración minera…” La propiedad sobre el terreno superficial corresponde muchas veces a pueblos indígenas, siendo el caso que de acuerdo con este marco legal la obtención de ese derecho se hará mediante la libertad de contratación regulada en el Código Civil y protegida constitucionalmente en el Artículo 62 de la Constitución.
En la práctica, lo que muchas empresas hacen es negociar con dirigentes de comunidades o con personas individuales para obtener este “acuerdo previo” a cambio de un beneficio económico. El problema es que – tal como ha sucedido en el pasado- muchas comunidades no pueden conocer las implicancias de este mecanismo contractual, o se negocia con personas que no tienen verdadera representatividad, o se busca un acuerdo con la finalidad de quebrar la organización indígena, debilitando la posibilidad de presentar una posición compacta y articulada. En el fondo, aunque parece un instrumento justo pues permite expresar la voluntad de pobladores (indígenas o no) que se verían afectados por proyectos extractivos, e incluso puede ser objeto de fiscalización ambiental al no llevarse a cabo (ver Resolución N° 034-2012-OEFA/TFA), el acuerdo previo es un instrumento funcional a la lógica expansiva del extractivismo pues invisibiliza los derechos de los pueblos indígenas como naciones.
En efecto, la lógica del acuerdo previo implica que existe un titular propietario bien identificado y con él o sus representantes se llevará a cabo la negociación. Pero ¿Qué sucede cuando un pueblo indígena no ha podido titular sus derechos sobre su tierra? ¿Qué sucede si es que el impacto inicial del proyecto se dará en una comunidad pero dado que el proyecto es de gran envergadura podría afectar comunidades aledañas? En resumen, el acuerdo previo puede invisibilizar, negar, ocultar la legalidad indígena que se basa en la autodeterminación antes que en la autonomía de la voluntad.
Y esto debe quedar bien claro. Mientras el acuerdo previo se funda en el principio de la autonomía de la voluntad y la libertad de contratar; la consulta y el consentimiento previo se fundan en el principio de autonomía colectiva, principio que fundamenta la facultad de organización política y social. Sin embargo, esta autonomía colectiva tiene diversos alcances. En el caso de la consulta está ligada al principio de participación, mientras en el caso del consentimiento está ligada al principio de autodeterminación. Mientras el principio de participación hace hincapié en el hecho de formar parte de los procesos de toma de decisiones estatales; el principio de autodeterminación se refiere al respeto de las propias decisiones como grupo que se funda en valores distintos a los del Estado liberal (Merino, 2013). Por ello, la consulta es tan alentada no solo por el Estado sino también por organismos internacionales y empresas que buscan mostrarse como socialmente responsables (Rodríguez, 2011): se trata de convencer a los pueblos que un determinado modelo económico y de estado es el más adecuado para su “desarrollo”, y solo le queda al pueblo “participar” en esa decisión ya tomada.
En ese contexto, es casi una muletilla afirmar que la consulta previa es un mecanismo que busca el “diálogo intercultural” y la “inclusión social”, y que su relación con el consentimiento es de regla – excepción, teniendo en cuenta el Convenio 169 de la OIT, los fallos de la CIDH (particularmente Saramaka) y la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas, que, leídos en conjunto, establecerían sólo algunos casos en los cuales se daría el consentimiento.
Cuando se hace esta operación – muy usual entre los abogados -, aunque se siga hablando de autodeterminación, se termina ensalzando la “consulta” y ligándola al principio de participación, tal como lo hace el Tribunal Constitucional de Colombia. Pero tomar al pluralismo jurídico en serio debería darnos otro resultado. Si los derechos de los pueblos indígenas tienen como fuente el principio de autodeterminación antes que las sentencias de la CIDH (que sólo han venido adaptando a cuenta gotas la legalidad indígena a un sistema de derechos humanos por naturaleza eurocéntrico), entonces es el consentimiento – no la consulta, muchos menos el acuerdo – lo primordial para resolver las situaciones en las que el Estado pretende realizar proyectos extractivos sobre territorio de pueblos indígenas, por lo que los esfuerzos interpretativos y teóricos deberían buscar potenciar este principio antes que limitarlo.
Por lo expuesto, el régimen normativo del acuerdo previo sólo debe aplicarse en el caso en que no nos encontramos ante pueblos indígenas, de lo contrario deberá aplicarse la normativa correspondiente a la consulta y al consentimiento libre, previo e informado; teniendo en cuenta la necesidad de fomentar el principio de autodeterminación de los pueblos originarios.
Referencias
Banner, S., “Why Terra Nullius? Anthropology and Property Law in Early Australia”, Law and History Review, vol. 23, núm. 1, Spring 2005.
Churchill, W., Struggle for the land: Native North American resistance to genocide, ecocide and colonization. San Francisco: City Lights Books, 2002.
Merino, R., “Critical Human Rights and Liberal Legality: Struggling for “The Right to Have Communal Rights”. Philosophy Study, Vol. 3, No. 3, March 2013, pp. 246-261.
Rodríguez-Garavito, C., 2011. “Ethnicity.gov: Global Governance, Indigenous Peoples, and the Right to Prior Consultation in Social Minefields”. Indiana Journal of Global Legal Studies, 18(1), 2011.
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*Roger Merino estudió Derecho y Ciencia Política en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En los últimos dos años ha realizado dos master: uno en Derecho Comparado, Economía y Finanzas en la Universidad Internacional de Turín, y otro en Política Internacional y Globalización en la Universidad de Bath, Inglaterra, donde actualmente hace un Doctorado en Ciencias Sociales y Políticas Públicas. El tema de su tesis en elaboración es el conflicto entre los derechos de propiedad indígena y la globalización desde la perspectiva de la Teoría Crítica aplicada a la Comparación Jurídica, Económica y Política.