09-02-2013 feb (hace 1 día)
Gilberto López y Rivas
Si partimos de un concepto amplio de patrimonio cultural, esto es: natural, tangible e intangible, lenguas, conocimientos o saberes, diversas prácticas e instituciones culturales de pueblos, etnias, entidades locales, regionales y nacionales; monumentos y vestigios arqueológicos, históricos coloniales y poscoloniales, así como los artísticos muebles e inmuebles; todos ellos considerados bienes de dominio público y uso común que constituyen la memoria y conforman la identidad de naciones, pueblos y componentes regionales y locales, es posible adelantar la hipótesis de que el estudio, la preservación y la defensa de ese patrimonio de todos los mexicanos debieran ser realizados, igualmente, desde esa perspectiva integral.
Hago esta reflexión dado que como trabajadores de la cultura en el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), los investigadores nos encontramos ante una paradoja: la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos y su reglamento otorgan a esta institución la responsabilidad de liberar o no un sitio que podría ser afectado, por ejemplo, debido a la apertura de una mina a cielo abierto. Un caso concreto es el cerro del Jumil, municipio de Temixco, en las cercanías de la poligonal de la zona arqueológica de Xochicalco, Morelos. El cerro está en peligro de ser convertido en uno más de los socavones lunares que la maldición minera provoca para extraer el oro o la plata para las corporaciones, a cambio de dádivas, espejitos y cuentas de vidrio de la recolonización, empleos precarios y mal pagados, robo de agua en grandes cantidades y envenenamiento de todo el entorno natural y acuífero.
Para otorgar la liberación o no del sitio, los arqueólogos tienen la obligación de presentar un informe-dictamen fundado en investigaciones exploratorias, que las autoridades del INAH debieran, en principio, tomar en cuenta. Pero sucede que muchas veces una opinión negativa es recusada por la empresa y entonces se solicita otro dictamen más comprensivo, hasta que el sitio queda eventualmente libre de todo impedimento para que, siguiendo con el ejemplo del cerro del Jumil, la mina inicie la explotación.
Paralelamente, las corporaciones mineras inician un trabajo de aproximación, o en el lenguaje coloquial, de maiceado de las autoridades comunales o ejidales, según sea el caso, para ser convencidas de la utilidad que traería la mina; se otorgan fondos para reparar la iglesia, se ayuda a la escuela del lugar con pequeños donativos, se ofrecen trabajos de peones para la exploración pero, sobre todo, se aseguran que el comisariado en cuestión esté plenamente convencido. Los abogados de las mineras inician este mismo proceso en todo el entramado de los gobiernos locales, estatales y federales, invitando a funcionarios a comidas en las que seguramente no se habla sobre el tiempo o el equipo de futbol favorito.
Sin embargo, los investigadores del INAH que estudiamos los patrimonios de los pueblos contemporáneos no somos requeridos para liberar ningún sitio porque se privilegia el patrimonio muerto, el de los vestigios de las grandes civilizaciones mesoamericanas, sin que la ley referida contemple el de sus descendientes vivos. Volvamos al ejemplo del cerro del Jumil. Aquí sabemos que existe un dictamen fechado en 2008 desfavorable a la mina La Esperanza (sic), en el que se sostiene que este cerro es importante arqueológicamente, dotado de varias plataformas, una muralla de piedra caliza y un juego de pelota. También se afirma que el cerro, las rocas naturales y las construcciones en la cima fueron referencia geográfica para el trazado de plazas y edificios de Xochicalco, declarado Patrimonio de la Humanidad en 1999 y del que dista poco más de tres kilómetros en línea recta. Se ha mencionado por los especialistas que las explosiones de la mina podrían perjudicar las grandes cavernas que existen al norte de Xochicalco, incluyendo la cueva del Observatorio.
En un acto académico del INAH se dio a conocer también que en 2011 se estableció una poligonal de 15 hectáreas en la cima para resguardar los vestigios arquitectónicos, a fin de manifestar esta área como reserva arqueológica para su posterior estudio. No obstante, ¿cuál fue el dictamen final del INAH, concretamente, de la Coordinación de Arqueología? No lo sabemos, aunque ya estamos requiriendo la información en nuestra calidad de investigadores de la institución y ciudadanos.
Ahora bien, ¿qué sucede con el entorno cultural actual del cerro del Jumil? La explotación minera, que se encuentra en la etapa de exploración avanzada y comprende 437 hectáreas, afectaría en primer lugar al pueblo de origen nahua Tetlama, cuyas tierras de propiedad comunal cubren la superficie concedida a la minera. Los pozos de agua que planean abrir para los trabajos que la corporación requiere afectarían directamente la vida de esta población, así como las circundantes e, incluso, a la propia ciudad de Cuernavaca, en su región sur, que se encuentra a tan sólo 12 kilómetros en línea recta. ¿Adónde irían a parar los residuos contaminados y las sustancias tóxicas que se utilizan en este tipo de minería? Además, se tendría contaminación por aire en las ciudades cercanas de Temixco y Cuernavaca, por los vientos dominantes que van en esta zona de sureste a suroeste.
No todos los habitantes de Tetlama están de acuerdo con la apertura de la mina y algunos ciudadanos de esta comunidad indígena están conscientes de los daños que ésta traería, y han manifestado su decisión de no aceptar el despojo de sus tierras y territorios; asimismo, en Alpuyeca y otros poblados del entorno existen núcleos de oposición a la minera. En suma, como etnólogo del INAH, mi dictamen sería negativo a La Esperanza (sic) en el cerro del Jumil y opuesto, en consecuencia, a su liberación.