ARGENPRESS
Por: Miguel A. Semán (APE)
08/08/2008
Para qué sirve esta comida de hoy si mañana extrañaremos el hambre, se pregunta Antonia, una mujer de La Oroya, mientras sus hijos juegan en medio de una nube de polvo envenenado. La tierra, en ese pedazo de planeta, se ve cada vez más desnutrida y sucia, y el cielo, para acompañarla, corre lento y de color ceniza.
Los obreros de la Doe Run Co. en Perú saben que la gran chimenea de la fábrica ensucia el aire, ahoga los pastos y enferma el suelo. Saben que el viento, cuando sopla, deja semillas de plomo en los pulmones y acaba provocando fisuras irreversibles en el cuerpo y el alma. Y desde hace algún tiempo también saben que de los 788 chicos menores de siete años, evaluados por el Ministerio de Salud, sólo uno no estaba contaminado. El resto lleva consigo una carga tres veces mayor a los 10 microgramos de plomo por decilitro de sangre, el límite tolerable para el organismo humano.
Para las estadísticas de la O.M.S. 120 millones de personas en el mundo están expuestas de manera excesiva al plomo, y de ellas el 99% vive en países en vías de desarrollo. El Complejo metalúrgico que pertenece a la productora más importante de América del Norte, da trabajo a 4.000 obreros y emite a diario al ambiente 1.000 toneladas de plomo y otros contaminantes como arsénico, cadmio y dióxido de azufre, lo que ubica a la ciudad en el quinto lugar entre las más contaminadas del planeta.
En su artículo ‘Los niños del plomo’ la periodista argentina Marina Walker Guevara describe con precisión el dilema de los habitantes de la ciudad donde nadie, por miedo a la desocupación, se atreve a preguntar por ‘los gases’ y todos piensan que, a la larga, el malestar se les hará costumbre. El propio sindicato sale en defensa de la compañía cuando los peruanos la acusan de envenenarles la sangre, y tildan de traidores a los trabajadores que denuncian síntomas de contaminación.
La defensa de lo propio a veces nos vuelve feroces, sobre todo cuando lo propio es tan poco que hasta nuestros huesos, como diría Vallejo, nos parecen ajenos. El año pasado, en el mes de diciembre, durante una huelga con cortes de rutas promovida por la unión metalúrgica, no contra la empresa sino para proteger la fuente de trabajo, murieron dos ancianos que quedaron atrapados durante dos días en la Carretera Central.
Pese a las presiones, en abril de 2.008 una auditora independiente de origen alemán suspendió el certificado ambiental a la filial peruana de la Doe Run Co., y aunque esta suspensión no le impide trabajar, es un indicador formal de que la empresa no cumple con las normas de protección del ambiente.
La misma empresa es, a la vez, el único sustento del pueblo y la causa de que los hijos de sus trabajadores cada vez coman menos. No por reducción del salario sino porque el plomo que tragan y respiran se asienta en sus estómagos y poquito a poco les va robando el hambre. Y el hambre, después de todo, también es un deseo, un deseo necesario y renovable; su ausencia, no su satisfacción, destruye tanto como una presencia desgarradora y constante.
El incremento de la producción les ulcera el cielo, pero su caída desvanece los panes de la mesa. En la encrucijada final la miseria no admite dignidades y entre la pena de hoy y la tristeza segura de mañana, en La Oroya, nadie sabe con qué lágrimas quedarse.